Bien por la selección de Microbús, de Alejandro Small en la sección Panorama del BAFICI. Se pasará, claro, en su versión de 44 minutos, y no en la versión corta de 20 minutos que circuló entre nosotros.
Es, sin duda, una de las mejores películas peruanas de los últimos años.
La película es una larga deriva por Miraflores. Cinco jóvenes universitarios de la clase media caminan en un recorrido nocturno. No hay un objetivo en su deambular; solo impulsos que los conducen hacia una trayectoria sinuosa, que tiene algo de juego, de pérdida de rumbo y de complicidad de grupo adolescente. Escuchamos sus diálogos, coloquiales y directos, murmurados y espontáneos, acaso insustanciales, alejados de cualquier retórica de guion híper-construido, dichos con los ritmos y entonaciones de los muchachos limeños de los distritos mesocráticos del sur.
Pero sobre todo los vemos relacionarse con esas calles que se van despoblando paulatinamente hasta que quedan solo ellos y el paisaje más acotado de una ciudad que es la suya, pero que no necesariamente sienten como propia.
Es un recorrido de iniciación y de pérdida. Hay un miembro recién llegado al grupo, pero hay otro que se fue y es recordado con nostalgia y acritud. Es un tránsito en un figurado “microbús”; uno de aquellos atestado vehículos que los limeños identificamos como espacios de tránsito, incómodos y peligrosos.
Por eso, del juego o del paseo zigzagueante se pasa a la agresividad de los golpes y patadas lanzadas contra una pared o a la disputa entre los dos muchachos que guardan opiniones contrapuestas sobre el amigo ido, para luego volver al gesto relajado del reposo, con el grupo echado en círculo en un parque.
La película se modula a partir de pulsiones opuestas. Los espacios acogedores se vuelven hostiles para luego convertirse en lugares que convocan una extraña y áspera ternura. Los personajes pasan de la broma relajada y el “vacilón” del grupo a la expresión de una rebeldía que se mantiene latente o se expresa con una furia acaso gratuita, de gesto y pose beligerante. Porque cualquier discrepancia entre ellos se disuelve o se confunde en aquello que los vincula de verdad, el tránsito del fin de la adolescencia, como lo sugiere el montaje sonoro que desincroniza los diálogos con las imágenes, rompiendo la sincronía de los labios y construyendo voces que llegan desde fuera del campo visual como para urdir un discurso que es de uno y es de todos a la vez. Tránsito hacia la madurez que condensa y simboliza la secuencia final, que es un hallazgo de puesta en escena.
La cámara sigue a los muchachos con atento desaliño, desenfocándolos, empañando los fondos, recorriendo de cerca las texturas de las paredes, de la madera de las bancas públicas, de los muros ásperos de la bajada Balta. Hay dureza y sensualidad en ese recorrido material por lugares y rincones rozados por los cuerpos de los paseantes.
La fotogenia de la noche, captada por César Fe con sensibilidad impresionista, da cuenta de las luces de colores del neón publicitario pero también de la neblina costera y miraflorina que pulveriza las luces intensas y corona con aureolas los postes de la iluminación pública. Las sombras de los cuerpos de los actores se recortan en contraluces o aparecen filtrados por una neblina saturada de amarillo. Tránsito urbano seguido por una cámara siempre móvil que evoca los erráticos recorridos de ciertas películas del cine argentino, como Glue, pero también del Hollywood de los años setenta, desde Maridos, (Husbands, 1970), de John Cassavetes, hasta El último deber (The Last Detail, 1973), de Hal Ashby.
Ricardo Bedoya