En “El verano de los peces voladores”, de la chilena Marcela Said, sentimos la descomposición en el ambiente. El paisaje del territorio mapuche es idílico, pero los elementos amenazan. La niebla, la densidad de las aguas, el clima que parece anunciar tormenta.
Entre los personajes ocurre lo mismo. Hay una tensión silenciosa y signos de decadencia. Un ave se estrella sobre el parabrisas del auto familiar; la madre tiene reacciones imprevistas, acaso como consecuencia de su alcoholismo; ocurren hechos violentos que no se representan o quedan inexplicados; los hombres hablan de su derecho “natural” sobre las tierras; en el lago habitan las carpas, esos peces que proliferan a causa de un origen artificial. Fueron “sembradas” y ahora van a ser eliminadas con explosivos. Los empleados mapuches observan en silencio a las otras “carpas”, esos propietarios que están ahí sin dar cuenta de nada.
La fotografía virtuosa de Inti Briones deslumbra y es pieza clave del decadentismo buscado. Said elabora una parábola un tanto cargada, pero construye un clima y logra fascinar con él. Lástima que “El verano de los peces voladores” se encuentre tan marcada por el recuerdo de las películas de Lucrecia Martel: los personajes flotantes; el accidente imprevisto que se convierte en signo funesto; el diseño del asfixiante microcosmos familiar. Esa cercanía a Martel le proyecta una pesada sombra.
Ricardo Bedoya