Joseph Conrad: ENTRE LA EXPERIENCIA VITAL Y LA FICCIÓN.

¿Cuántas películas han sido inspiradas por la obra del escritor Joseph Conrad? Desde el proyecto frustrado de adaptación de “El corazón de las tinieblas”, por Orson Welles, hasta “¡Apocalipsis ya!”, de Francis Coppola, pasando por “El vagabundo de las islas”, “Los duelistas”, “Sabotaje”, “La locura de Almayer”, “Lord Jim”, entre otras. 

Rogelio Llanos comparte con Páginas del diario de Satán este texto sobre “La laguna”, un relato de Joseph Conrad.  

 

A propósito de La Laguna (The Lagoon, 1897)

 

Escribe: Rogelio Llanos Q.

I.

En una ocasión, una joven lectora y aprendiz de escritora le preguntó a Arturo Pérez Reverte qué es lo que él le recomendaba hacer para tener un buen dominio de la escritura. El escritor, nada complaciente y siempre dispuesto a dar la pelea, hizo mención a la corta edad de la joven aprendiz de escritora y concluyó su respuesta diciéndole que para desempeñar bien el oficio era imprescindible vivir.

Sí, vivir. Porque vivir es acumular en la mochila, que cargamos en nuestro cerebro y en el corazón, experiencias esenciales que no sólo amplían nuestra manera de ver el mundo, sino que, sobre todo, nos sensibilizan y nos perfilan para poder ingresar de manera certera en aquellas aguas profundas por donde discurre la existencia humana.

Los textos, las narraciones, los cuentos, las novelas se nutren, pues, de aquellas historias, anécdotas y experiencias que conforman la pequeña gran historia del hombre. Su biografía. Es decir, su duro y exitoso camino hacia la gloria o su derrape imparable y fatal hacia las profundidades del infierno. Grandes o pequeñas historias que marcan a fuego el derrotero del hombre y que lo impulsan –cuando hay terreno fértil- a saciar esa necesidad, que tienen algunos afortunados, de contar hasta el mínimo detalle y con una ferviente pasión –haciendo vivir al lector y comprometiéndolo-  aquello que alguna vez se vivió en el plano real o en el de la imaginación.

En las novelas y cuentos de Joseph Conrad es posible rastrear esos acontecimientos gravitantes que marcaron la vida del escritor y que él, talentoso y sensible, recuperó en su esencia para construir relatos que exploran en profundidad el alma humana y nos ponen en contacto con aquellas zonas oscuras del hombre, zonas cuya visita es inhóspita y violenta, y que, de pronto, en medio de la incursión,  atrapan e impiden todo retorno posible de aquel bosque revelador de sombras y fantasmas y donde habita el horror. El mismo Conrad denominaría aquel lugar el corazón de las tinieblas.

Los héroes conradianos suelen descender a esas profundidades, a esos bosques de los cuales ya no se retorna o, en todo caso, ya no se retorna igual. Sí, entrar allí tiene un costo muy elevado. Nadie sale igual de tamaña ordalía. El carácter, la conducta o el valor de los héroes conradianos carecen de la pureza de aquellos personajes que, despertando nuestra emoción,  poblaron nuestro imaginario infantil. Robin Hood era el Errol Flynn alegre, burlón e invencible camino de la gloria, Willard era el Martin Sheen torturado, violento y asesino, camino del infierno.  Los escenarios podían ser los mismos o similares, pero la experiencia vivida por los protagonistas y sus reacciones en la jungla en la que se encuentran se hayan más bien provistas de dudas, de inquietudes, de conflictos, de sordidez.  Y es que el paso de los protagonistas conradianos por esa jungla poderosa y transformadora nos pone en contacto directo con las flaquezas, las miserias y la maldad del hombre.

Mucho se ha escrito sobre la vida marinera de Conrad y la relación de esa experiencia vital con la de los protagonistas de sus historias. Menos, en cambio, se ha escrito sobre los desengaños amorosos de Conrad y el devenir de sus personajes. Cierto, Conrad era una persona de muchos silencios, irritable a veces, inquieto y sensible, siempre. Pero era poco proclive a descubrir directamente aquello que laceraba su alma. Y por ello, en muchos de sus relatos hay un narrador que cuenta la historia de otros. Conrad se escuda en ese narrador para evitar el descubrimiento, la revelación inmediata de su ser y de su sentir. Busca un narrador para convencerse de que su alma está protegida, para hacernos saber que el responsable de lo que se cuenta no es él, sino el marinero, el viajero o el héroe audaz capaz de conocer la aventura humana y de relatarla en detalle con algo de pudor sí –inevitable, por lo demás- , pero con la autenticidad y dureza que permite la voz de alguien que ha recorrido medio mundo y que se ha enfrentado a la selva reveladora o a los desafíos de la vida en el mar.

Cuando Conrad habló del amor, nunca lo hizo directamente. Su talante y sus palabras siempre lo llevaron por los terrenos de la sutileza, del apunte leve, del conflicto social.  Lo hizo, en realidad  con mucha delicadeza y con la sensibilidad del hombre tímido que en verdad era. Será, quizás, que cuando quiso abordar los avatares del amor la realidad vivida le impuso ciertas condiciones. No hay que olvidar que el amor le fue esquivo en momentos esenciales de su itinerario vital, momentos en que el azar jugó con él con una enorme crudeza.

Desprevenido y vulnerable, en aquella ocasión en que a bordo del Otago arribó a Port Louis, en la isla Mauricio, no sabía que allí su corazón iba a ser estremecido por una joven. Efectivamente, Eugénie Renouf, descendiente de colonizadores aristócratas, flechó al joven Conrad, pero no correspondió a sus requerimientos amorosos. Ella ya estaba comprometida con otro hombre. Tiempo después, en Champel, a donde acudía para someterse a una cura de salud, y mientras terminaba de escribir su segunda novela –Un Vagabundo de las Islas– Conrad volvió a enamorarse. Emilie Briquel, se llamaba el nuevo amor esquivo de Conrad. Sí, esquivo porque ella, también comprometida con otro hombre, le expresó sin mayor contemplación que de él sólo quería su amistad.

Por ello, al concluir la lectura de La Laguna, ese pequeño cuento que Conrad escribiera en sus inicios como autor, no nos cabe la menor duda de que la historia –emocionante, proteica, hermosa- fue escrita con el propósito de exorcizar fantasmas del pasado al mismo tiempo que iniciaba el abordaje triunfal de aquella nave que lo conduciría por el paisaje reconfortante de las palabras.

Conrad, como escritor de ficción, sabía bien que las palabras sirven para mentir, para construir historias y universos a la medida del narrador. Sabía que con las palabras podía cambiar el curso de su vida y que sus deseos, su pasión, sus angustias podían ser reconstruidos en su mundo imaginario con la impunidad y el celo de todo creador.

La Laguna forma parte del volumen titulado Cuentos de Inquietud, conformado por cuatro narraciones cortas, además del cuento que ahora nos convoca: Una avanzada del Progreso, Los Idiotas, Karaín: Un Recuerdo y El Regreso. Dice Conrad: “De las cinco historias de este volumen, «La laguna», la última en orden, es la más temprana en fecha. Se trata del primer cuento que escribí en mi carrera -creado en la misma disposición anímica que produjo La locura de Almayer-, y sella, valga la expresión, el final de mi primera etapa: la etapa malaya”. 

 

II.

Un hombre blanco navega a través de un río que discurre por una selva sombría. En algún punto de esa selva habita Arsat, un malayo con el que trabó hacía ya un buen tiempo una rara y gran amistad. El mismo Arsat era un hombre extraño, que se había recluido en ese punto alejado del mundo y de los hombres para vivir, al abrigo de las sombras  y en medio de leyendas de fantasmas y aparecidos, junto a su mujer de “aire altivo y ojos hipnóticos”.

Escribe Conrad: “La canoa de aquel hombre blanco iba remontando las aguas en medio de aquel pequeño disturbio producido por ella misma como si estuviese cruzando el umbral de una tierra de la que hubiese desaparecido para siempre toda memoria del movimiento”. El hombre blanco entra en una selva cuya quietud no sólo no evita sino que acentúa ese lado sombrío y misterioso de la jungla que atrae y repele al mismo tiempo. El hombre blanco, que es la imagen misma de la civilización, se interna en la selva y altera el orden y el ritmo de la vida que la naturaleza allí ha impuesto de manera admirable y armoniosa desde tiempos inmemoriales. Hay, sin embargo, una violencia latente en esa atmósfera ominosa, en sus tinieblas envenenadas e impenetrables.

El río se convierte así en una suerte de metáfora de la vida. Conduce al hombre hacia la selva, hacia el encuentro de fantasmas que lo obligarán a mirar su interior. El río lo lleva hacia el combate por la supervivencia. De eso se trata. El hombre ante su destino. Al final del río, está el mar. Y allí en el mar confluyen las aguas de los ríos, las vidas de los hombres.

La llegada del hombre blanco a la casa de su amigo ocurre en un momento decisivo para el malayo: su mujer está siendo presa de una fiebre altísima que la ha puesto al borde de la muerte. Sentados en la puerta de la choza, en torno a la luz y al calor de una fogata, los hombres optan por hablar y escuchar. La noche, el silencio de la selva, el fuego protector, la presencia intimidante de la muerte, abren los corazones y hacen posible el desahogo del dolor.

El hombre blanco ha ido a visitar a su antiguo amigo y compañero de aventuras. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que se vieron. Ese tiempo es visto ahora como el de la suma de decisiones, acciones y conflictos en los que se vio involucrado Arsat.  Se conocieron en aquellas guerras tribales en las que se forjó a hierro una profunda amistad. Las propias responsabilidades asumidas en su momento los llevaron por diferentes caminos. Ahora, que están juntos nuevamente, el hombre blanco descubre de pronto que se encuentra frente a un hombre distinto al que conoció.

En este nuevo encuentro, el hombre blanco conocerá el reverso de la medalla, entrará en el lado oscuro de aquel hombre valeroso al que admiró y entregó amistad. Ahora, a través del relato del malayo, estará frente a una historia singular y definitoria en la vida del hombre que alguna vez creyó conocer. Frente al hombre blanco,  Arsat es la imagen viva  del  dolor y de la vergüenza. Lo que alguna vez fue el corazón galopante de amor y afectos, es ahora el corazón calcinado por el sentimiento de culpa, sentimiento que se agudiza con el vivo recuerdo de la voz del hermano animándolo a escapar mientras él enfrenta solo y sin esperanza alguna a los enemigos. Arsat nunca se perdonará la decisión que tomó en un instante clave de su vida: salvar a la mujer amada y abandonar a su suerte al hermano en peligro.

El dolor y la culpa que experimenta Arsat son revelados a través del relato de su aventura. Pero esa revelación solo es posible entre amigos. Dice Conrad: “…Y es que dónde podremos desahogar nuestro dolor si no es en un corazón amigo?  Los hombres no deberían hablar más que de amor o de guerra”. Conrad, un hombre solitario y pudoroso,  acudió, más bien, a la literatura. Escribió sobre él creando personajes que actúan impulsados por su pasión y que, precisamente, deben pagar con muy alto precio las decisiones tomadas en un momento crítico de sus vidas, pues el dolor que sus acciones han generado es inmenso. Conrad ve en sus lectores a potenciales amigos capaces de comprender aquellos sentimientos que surgen de esa fragua poderosa que se enciende en el acto mismo de compartir la aventura y en la que se entremezclan aquellas pasiones atávicas que llevan al individuo a transitarlas con extrema violencia: el amor y la guerra.

Arsat y el hombre blanco son seres paradigmáticos en la obra conradiana y su relación está basada en los dos pilares básicos que conforman la amistad entre los personajes de Conrad: la confianza y la lealtad. En medio del universo violento en el que viven tales sentimientos son el soporte moral que los anima.

Arsat es un hombre solitario, valiente y temido, que vive en una tierra salvaje donde la esperanza no se conoce o ha desaparecido. Como muchos héroes conradianos, tiene el coraje de caminar hacia la muerte con la mirada serena y la frente en alto. Pero en él, como en los demás, no sólo hay coraje. Hay también un instinto autodestructor. Hay una complacencia en el encuentro con la muerte. Es un hombre  que convive con el conflicto, traspasado por el sentimiento de culpa y ahora situado frente al vacío que significa la muerte del ser que lo llevó a tomar las decisiones esenciales en su vida.

Y es que el amor que alguna vez tomó por asalto el corazón de Arsat fue de aquellos que hacen hervir la sangre, fue un amor de aquellos que impulsan inequívocamente a la acción con el único fin de obtener el objeto amado y saciarse de él. Ante ese amor ninguna fuerza humana puede oponerse con éxito. Ni la pérdida de poder político, ni el desarraigo pudieron impedir que Arsat tomara por la fuerza lo que el corazón le pedía. Conrad define a cabalidad el sentimiento amoroso y la fuerza que lo sustenta a través de una frase que pone en boca del hermano de Arsat: “En este momento no hay en tu interior más que la mitad de un hombre. La otra mitad está en el cuerpo de esa mujer…”. Y todas las acciones que de allí se derivan estarán condicionadas por ese estado de ánimo de Arsat oscilante entre la exaltación y la inquietud.  La visión del mundo de Arsat estaba  distorsionada por la lupa de la pasión. El amor intenso que roía sus entrañas obnubiló su mente y estremeció su corazón.

Hay en La Laguna frases de amor hermosas, inolvidables. Arsat, ante la ausencia de la joven, dice: “…porque no encuentro calor en un sol que no la ilumine también a ella”. “Ella vino corriendo por la orilla a toda prisa y sin dejar rastro alguno, como si se tratara de una hoja que el viento arrastrara hacia el mar”. “Es que no podía yo encontrar a su lado un país en el que la muerte se olvidara, en el que la muerte fuese desconocida?”.

Quizás Conrad quiso que su Arsat llevara a cabo lo que él no pudo hacer con Eugénie y Emilie. ¿A dónde podía huir él? ¿A qué isla podía viajar con el amor robado? Para Conrad, pues, empezar su carrera literaria con historias como La Laguna fue también una forma de vengarse de una realidad lacerante. La ficción, la imaginación, en cambio, le abrían las puertas de un mundo en el que no había imposibles y en el cuál él podía jugar a ser dios.

El inglés no era la lengua materna de Conrad, y sin embargo, su dominio fue tal que hoy por hoy Conrad es considerado uno de los más grandes escritores en esa lengua. Sus largas descripciones del paisaje nos conducen al conocimiento de sus personajes. Los matices sombríos de un paisaje que aparenta ser acogedor pero que luego se revela violento e inhóspito corren parejos con el comportamiento de los protagonistas que en el cotejo de sus habilidades para enfrentar a la naturaleza revelan en su lucha o en su actitud su naturaleza esencial.

La vida de Conrad estuvo sembrada de frustraciones en el plano profesional y en el ámbito de los afectos. Pero, además, sabía que el triunfo nunca era absoluto, jamás era completo.  Sabía que hacer realidad un sueño tiene un costo muy elevado. Si Arsat pudo en la ficción ejecutar aquello que él no pudo hacer en la realidad, no por ello Arsat alcanzó el final feliz. De por medio había el sentimiento de culpa que golpeaba a cada instante, que volvía al presente una y otra vez, que impedía el arribo de la paz en el corazón y hacía que la felicidad siguiera siendo una quimera.

No obstante el final de la aventura, teñida por las sombras de la culpa y de la traición, tenía pequeños atisbos de luz. En tales momentos, quizás Conrad tenía piedad de sus personajes y, en medio de su melancolía, hacía nacer en ellos la reflexión como una manera de encontrar consuelo, de buscar una esperanza. En La Laguna, con las primeras luces del amanecer, cuando la tempestad interior ha remitido, Arsat le dice a su amigo, el hombre blanco: “Dentro de poco  veré con suficiente claridad como para golpear, para golpear…de momento sólo hay oscuridad”.

El futuro probablemente sería mejor, pero el ahora, esencial e inevitable,  era desolador. La maestría de Conrad es hacer que aquellos personajes que ofician de testigos o de relatores  compartan las emociones y el duro trajinar de sus protagonistas.  La imagen que el hombre blanco grabó en sus retinas mientras se alejaba en su bote, la de un  Arsat solitario, de pie, ignorando al sol saliente y sumido en su tristeza mirando la oscuridad de un mundo fantasmal, era, por tanto, también la de él. Y, sin duda, subyugados por la belleza del relato y la autenticidad de sus protagonistas, es también la nuestra.

Lima, 19 de febrero de 2017

 Rogelio LLanos Q.

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