“La morgue”, del noruego Andre Øvredal, tiene a Brian Cox y Emile Hirsch como el padre y el hijo que conducen la morgue y el crematorio de un pequeño pueblo en Virginia. La rutina de su trabajo se rompe cuando el sheriff les entrega el cuerpo de una joven no identificada (de ahí el título original “The Autopsy of Jane Doe”) para que determinen las causas de su muerte.
La primera parte de la película sigue la línea de la pesquisa forense. El cuerpo casi incorrupto de la mujer (Ophelia Lovibond) es un desafío para la investigación. Todos los signos son opacos, impenetrables. Se instala una inquietud asociada al lugar, al entorno, al fuera de campo, a los que ocurre sobre la mesa de disección, a ese tiempo suspendido en el que padre e hijo intentan hallar los mensajes ocultos en la “caja negra” del cuerpo, a la imposibilidad de obtener conclusiones.
Hay en las imágenes un costado mórbido muy poderoso, que se asocia con la presencia de la muerte y del cuerpo que se destaza, aparejado con el efecto de fascinación por la presencia de la bella mujer desnuda e inerte. A lo que se suma la repulsión visceral provocada por la autopsia misma, ese “acto de mirar con los propios ojos”.
Los 45 minutos iniciales son muy logrados en su combinación de misterio, asco y voyerismo. El suspenso va siendo contaminado por datos ominosos que deslizan el asunto hacia el terreno de lo fantástico, al horror puro, que llega acompañado de un súbito apagón. Se convoca el expresionismo de la oscuridad y las sombras para dejar suelto al Mal, justo cuando no podemos verlo. El miedo provocado por el acto de no poder mirar con los propios ojos.
Ricardo Bedoya