Dos ficciones cubanas participan en la competencia oficial del Festival de Lima 2017. Ambas intentan dar una visión más o menos crítica del país caribeño. Son distintas, pero tienen algunos puntos en común.
La mejor es “Santa y Andrés”, segunda película de Carlos Lechuga. Producida sin la intervención del ICAIC, ofrece una mirada retrospectiva a lo que ocurría en la isla a principios de la década del 80 con todos aquellos sospechosos o acusados de contrarrevolucionarios.
En un alejado lugar, una campesina llamada Santa (Lola Amores) recibe la orden de vigilar a Andrés (Eduardo Martínez), escritor homosexual cuyos libros son considerados subversivos por el oficialismo. Sin embargo, la distancia que los separa no impedirá que con el correr de las semanas se desarrolle una amistad entre ellos, descubriendo que tienen más cosas en común de lo que pensaban.
Una narración de rasgos minimalistas privilegia el proceso de conocimiento cotidiano, de una soledad compartida que a ratos se siente amarga. Pero que se compensa gracias al contacto con la naturaleza y al mismo hecho de poder expresar cada uno sus sentimientos. La escena de la playa, por ejemplo, una de las más logradas de la cinta, grafica esa breve sensación de libertad que él necesita y ella, valgan verdades, tampoco tiene.
Andrés no pierde la esperanza de escapar como muchos otros, de exiliarse. Las humillaciones que sufre, debidas también a su opción sexual, lo obligan a tomar una decisión. Santa, a su vez, entiende la melancolía del amigo, se siente atraída hacia él, pero sabe que no puede hacer mucho al respecto.
“Santa y Andrés” se atreve a reflexionar sobre la intolerancia del régimen castrista. No tiene la fuerza expresiva de “La obra del siglo” (2015), de Carlos Quintela, una de las mejores películas cubanas de los últimos tiempos, pero se agradece sus intenciones.
“Últimos días en La Habana” es un relato agridulce del veterano Fernando Pérez, que surge como una puesta al día de “Fresa y chocolate” (1983), aunque sin la misma empatía de la cinta de Tomás Gutiérrez Alea.
Los protagonistas son ahora maduros y su amistad data desde que eran muy jóvenes. Miguel (Patricio Wood) trabaja en un restaurante y su sueño es emigrar a Estados Unidos, pero los papeles definitivos se demoran en llegar. Diego es gay, tiene sida y gracias a los cuidados de Miguel su invalidez no resulta tan penosa. Viven juntos en un viejo solar que comparten con varios pintorescos vecinos y la rutina los afecta cada día más.
Como en otras películas del realizador, el mosaico costumbrista se impone. Las frases hechas, la camaradería y la solidaridad son los rasgos más evidentes de un relato demasiado calculado y previsible desde el guión. La escasa expresividad de Miguel contrasta con la extrovertida personalidad de Diego. El drama prevalece sobre el humor, pero la receta coral no funciona. Se pierde en personajes -incluidos los familiares de Diego- que hablan mucho y no dicen nada relevante.
La cinta muestra su mejor lado en las andanzas de Miguel fuera de casa. En esa observación discreta y casi documental de sus caminatas por las calles de La Habana, de su contacto con el mar.
Enrique Silva Orrego