El código enigma cumple con los patrones del prestigio que aprecia y exige la Academia. Es una producción sólida, ambientada a la perfección, y “bien hecha”, en el sentido más aplicado, modoso y convencional del concepto.
La biografía de Alan Turing está ilustrada con empeño pero sin pasión. La absorbente historia de la interpretación de los códigos de comunicación nazis pasa por el tamiz del esmero y la aplicación artesanal, que lima todo brío. Y se pone al servicio de la interpretación de Benedict Cumberbatch, que es un buen actor, pero que encarna a Alan Turing con el recetario de gestos y tics (esos movimientos trémulos de mandíbula en los momentos de mayor dramatismo) que hemos visto mil veces en tantos actores británicos, desde John Mills hasta Alec Guinness.
Una línea secundaria del reparto trata de la homosexualidad de Turing, pero la película desaprovecha lo que el relato apenas insinúa: que el gran intérprete de códigos, cifró su propia conducta personal por muchos años con el fin de no ser avasallado por el totalitarismo puritano de su sociedad. Pero fracasó y fue decodificado por una homofobia tan temible como la de sus enemigos en la Segunda Guerra Mundial.
Ricardo Bedoya