El tercer largometraje de la chilena Marcela Said se acerca al tema de la dictadura militar desde la perspectiva de una mujer de 42 años, proveniente de la alta burguesía, que no experimentó el horror de tan oscuro pasado. Mariana, notablemente encarnada por Antonia Zegers, es copropietaria de una galería de arte. No ha conseguido ser madre pero se encuentra en tratamiento de fertilidad, y la relación con su esposo, que debiera ser óptima por este hecho, es más bien rutinaria, distante. Ella pasa muchas horas con Juan (Alfredo Castro), su profesor de equitación, un antiguo coronel del ejército procesado por delitos de lesa humanidad que aguarda sentencia. Relación extrañamente obsesiva que despertará su curiosidad por esos hechos lejanos que parece desconocer y que también involucran a su pudiente familia.
La cineasta construye su relato a partir de las vivencias diarias de Mariana. De su enfrentamiento con un vecino intolerante que le exige que no tenga suelto a su perro, de la escasa química con su marido, de la relación discretamente dominante que ejerce sobre ella su padre, viejo colaborador del régimen castrense. Pero sobre todo de la libertad con que asume su vínculo con Juan, como una vía de escape a su conformista entorno. De pronto surge la percepción de que la realizadora no intenta ir más allá de la mera ilustración de una clase social que no hizo nada frente a la barbarie y cuya indiferencia persiste en el tiempo. O que por ahí se le escapa alguna escena que no encaja en el conjunto (la forzada interacción sexual entre Mariana y el policía). Sin embargo, su contenida mirada pone el dedo en la llaga. La reacción final de la protagonista resulta bastante clara. Es también una víctima.
Enrique Silva Orrego