Casanova de Fellini (del archivo)

“Casanova de Fellini”: El título indica el vínculo entre una personalidad y la otra. La  voluntad de apropiación marca a la película. Un ilusionista se apodera de los secretos de otro. El cineasta que hizo de su obra un fascinante desfile de máscaras, se acerca, curioso, a Casanova, símbolo de una época, expresión de la visión latina y veneciana de la vida como fiesta, ostentación y mascarada.

A la medida de su desorbitado personaje -poseído por la necesidad de conservar la juventud, multiplicar sus conquistas femeninas y agitarse para sentir que está vivo- esta cinta es la más radical de Fellini: reivindica lo falso, elimina los exteriores naturales, exalta el trucaje y la ilusión. Las escenografías que remiten a Venecia, Londres, París o Dresde son de cartón piedra; las piscinas de Cinecittá simulan ser mares. Todo es un gigantesco trampantojo. Como en el carnaval de Venecia, lo que importa es el artificio.

Ese simulacro da cuenta de la vacuidad de un ser que recorre Europa como un fantoche a la búsqueda acumulativa de mujeres y de figuración. La película fluye como un relato episódico de aventuras y viajes, deteniéndose solo ante la proliferación de rostros, vestuarios y decorados recargados. “Casanova” es fúnebre y su teatralidad es la de una capilla ardiente. El siglo XVIII no es aquí el de las Luces; aparece más bien como una visión fantasmagórica de decadencia: la de Casanova es una vida en continuo desgaste. Dispendio de  flujos de “esperma frío”, imaginación ostentosa, acumulación de encuentros que no dejan huella con cortesanas y marquesas, gobernantes y cardenales, papas o villanos.

Donald Sutherland, empolvado y rígido como una porcelana, recorre la vida como una tabla rasa en la que no se inscriben experiencias, No le afectan ni los gozos ni las penas, porque es incapaz de percibirlas. Sólo importa la ostentosa puesta en escena del libertino.

“El odio, la aversión, y la náusea (hacia el personaje) fueron los sentimientos que me movieron para hacer este film”, dijo Fellini. Sin embargo, más allá de la repulsión por una imagen grotesca o ridícula, algo revela el vínculo esencial entre el cineasta y su personaje.

En la secuencia final, el viejo amante baila con una muñeca mecánica. Abandonado, frágil y solitario, su rostro resulta patético. Casanova, acaso queriendo conjurar su impotencia, gratifica su narcisismo con un juguete perfecto pero ilusorio. Un gesto que no es ajeno para el realizador de “8 ½”. ¿Cuántas veces apostó Fellini por la gratificación personal, sea por las vías de la auto-ficción y la nostalgia (“Amarcord”, “Los clowns”, “Roma”), o de la construcción de mundos regidos por las leyes inflexibles y mecánicas del simulacro (“Satiricón”, “Ensayo de Orquesta”, “La ciudad de las mujeres”, “Las voces de la luna”)

Ricardo Bedoya

 

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