;En 1979, “Alien, el octavo pasajero” apareció como un objeto no identificado. La escenografía era la de una nave espacial, pero no lucía como un catálogo de turismo futurista de espacios relucientes y azafatas galácticas, propio del canon “2001”. El largo viaje de la tripulación tampoco era el pretexto para multiplicar combates y fanfarrias en clave “Guerra de las galaxias”, fenómeno pop de entonces y de siempre. Las acciones remitían al mundo de la ciencia ficción, pero también al del horror.
En “Alien, el octavo pasajero”, los protagonistas, trabajadores del espacio, encerrados en una nave oscura, trajinada y asfixiante, se enfrentaban a una presencia inesperada, irreductible, salida del organismo humano. En la era del terror orgánico impulsado por los zombis de George Romero y de los parásitos de rabia y deseo de los filmes de David Cronenberg, el viscoso ser imaginado por Dan O’Bannon y salido de la fantasía visual de H. R. Giger, provocaba temor, pero también asco y repugnancia. Pero, sobre todo, mantenía su naturaleza de pasajero indeseable, depredador ubicuo, oculto en los recovecos de la nave, protegido por laberintos y efectos de humo.
Casi cuarenta años después, Hollywood exige secuelas y precuelas de algunos de sus títulos clave, convertidos en franquicias. La expansión de sus universos exige desempolvar antecedentes y ofrecer explicaciones. Ridley Scott, luego de “Prometeo”, sigue desplegando los códices de la cultura Alien para encontrar los orígenes de la criatura.
La dirección artística y el diseño visual son deslumbrantes, como corresponde a un artesano puntilloso como Scott, pero las motivaciones son otras. “Alien: Covenant” se lanza a una búsqueda genealógica que recorre el arte renacentista, la poesía romántica inglesa, la mitología germánica, las ambiciones deicidas, las fantasías pos-humanas, el debate sobre la fe y la consabida pregunta sobre el contenido del sueño de los androides, como si Ridley Scott, apostando a la intertextualidad, apuntara a la revisión del “Blade Runner” que ya se asoma.
Agobiada de trascendencia, pero con temor a las oscuridades, “Alien: Covenant” tiene como locuaz guía del museo al mismísimo David de Miguel Ángel convertido en un ser bifronte, híbrido, cuerpo sin límites: Michael Fassbender es el imperturbable ejemplar de la “nueva carne”.
Al cabo de laboriosas explicaciones y revelados sus orígenes, el “ente” deja de ser la criatura inquietante que se mantenía en el umbral de lo visible. Aquí, efectos digitales mediante, los xenomorfos combaten cuerpo a cuerpo. Sobreexpuestos, lucen como langostas asolando cultivos. Entonces, el lustre de “prestigio”, que incluye citas a Shelley y a Wagner, se acomoda para dejar lugar a las reglas estrictas e ineludibles del “blockbuster”.
Ricardo Bedoya
(Este comentario es una versión más amplia del publicado por la revista “Caretas” en su edición del 18 de mayo de 2017)