En primer lugar hay que hacer notar, una vez más, de que estamos ante un estreno semiclandestino, y no porque el espacio en que se ofrece lo sea (es la sala azul del Centro Cultural PUCP), sino porque no ha habido la menor información periodística, no digamos ya publicidad, alrededor de su exhibición en Lima. Probablemente muchos lectores del blog ni siquiera estén enterados de que eso ha ocurrido, aunque es verdad que el volumen de quienes prácticamente no van a las salas, y prefieren ver las películas en su casa, va en aumento y, por tanto, los tiene sin cuidado si las películas pasan o no por las salas públicas.
Sin embargo, mientras que las salas sigan siendo el escenario principal, no ya de la circulación de películas, pero sí de su lanzamiento o de su principal espacio de visibilización, aunque ciertamente no de todas (y con frecuencia, no de las que más importan), no podemos dejar de pedir que se den a conocer, más aún cuando se trata de títulos que no participan de los beneficios del marketing y de la parafernalia mediática.
Este es el caso de La danza de la realidad, el séptimo largometraje que dirige el chileno Alejandro Jodorowsky y el primero que hace en su tierra natal, Tocopilla, y que se estrenó en el Festival de Cannes del 2013, al mismo tiempo que se dio a conocer el documental Jodorowsky’s Dune, de Frank Pavich, sobre el fallido proyecto de filmación de la novela Duna, que más tarde tuvo a su cargo David Lynch. Después de 23 años en que el polifacético autor estuvo dedicado, especialmente, a la psico-magia y a la psico-genealogía y en los que no había logrado concretar varios proyectos fílmicos (el último, King Shot , que iba a ser producido por el mismo Lynch esperó varios años sin llegar a buen puerto) sorprende con una obra de vejez que, por lo visto, sería la primera de una trilogía, de carácter autobiográfico.
La danza de la realidad no es (y esto no tendría que mencionarse a quienes conocen a Jodorowsky) una autobiografía en clave realista. Un poco como el Amarcord de Federico Fellini (salvadas las distancias cualitativas entre uno y otro), el film se interna en los paisajes, pasajes y personajes de la infancia del chileno desde una óptica claramente no realista. A diferencia de Amarcord, pese a todo menos ‘autobiográfica’ , más alusiva y metafórica, más episódica y fragmentada, más estilizada y melancólica, aquí estamos ante un retablo de situaciones en los que se hacen más notorios los referentes personales y familiares. El autoritarismo del padre, la lubricidad de la figura materna, los componentes circenses (otro contacto con Fellini) y exuberantes, se muestran sin acentuaciones nostálgicas.
Jodorowsky se interna en la ‘geografía’ de sus primeros años desde la serenidad del octogenario que es para evocar, sin hacer de la evocación un ritual, y para reflexionar sin excesos, librándose al culto de esas imágenes que pueden pasar de la nota naif a la exhibición provocadora como en la escena de la ‘lluvia dorada’ a cargo de la madre.
Los planos tienen esa discreta funcionalidad en que la movilidad de la cámara está casi ausente, privilegiándose las escenas en planos de conjunto, casi como en un ejercicio de simplificación de las operaciones de la planificación y la composición del encuadre. Jodorowsky apunta, sin la genialidad, claro, de un Fellini, aunque mejor que otras veces, a ese universo bizarro que le es propio y que aquí está más atenuado que otras veces, sin dejar de manifestarse en forma ostensible por ratos, como ocurre con el coro de minusválidos. De esta manera se aproxima, haciendo de su presencia el punto de partida y la guía, hacia esa infancia peculiar en una Tocopilla real (sobre la que se ha hecho un diseño visual, ciertamente) que no es el Rimini reconstruido en los estudios de Cinecittà que vemos en Amarcord. Película de evocación, hecha en familia con varios de sus hijos y parientes, y con espíritu terapéutico y de sanación, Jodorowsky inicia aquí lo que parece ser el cierre de su accidentada carrera en el medio cinematográfico.
Isaac León Frías