St. Vincent

 
St. Vincent tiene a Bill Murray como gran centro de interés.
Encarna, en piloto automático, a un personaje gruñón, solitario e intratable. Y tiene a su servicio el guion, la cámara, la mirada de los demás actores, la complicidad del público y a un director que debe haber repetido muchas veces al día la frase ¡yes sir! durante las semanas de rodaje.
Cultivando el espíritu de película “indie”, pero sin radicalidad, resulta agradable, en onda humanista, con una historia de aprendizaje compartido, de tratamiento desenvuelto,  y con algunos chistes logrados.  Todo previsible y ubicado en esa zona de confort de la que no se mueven Murray ni el relato.
Los quince minutos finales rozan el empalago.
Ricardo Bedoya

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