Manoel de Oliveira: un pequeño homenaje

Se ha venido insistiendo mucho desde hace una buena cantidad de años en la excepcionalidad del caso Oliveira. Cuando lo conocí personalmente en la Cinemateca Portuguesa en 1989, ya era una figura legendaria con 80 años a cuestas, a quien no se le reconocía esa edad, pese a su apariencia reposada, casi la de un diplomático cuajado y en el retiro, después de haber recorrido y conocido a fondo el mundo. Que haya empezado a hacer cine a fines del periodo silente, y que algunos años antes fuera actor en una película, y que terminara su carrera en el 2014, es decir casi 90 años de contacto con el cine. ..Que hiciera  lo más importante de su obra – en cantidad y valor creativo- a partir de los 70 años… Que siguiera filmando – y qué películas- ya centenario, casi hasta ese final que le llegó a los 106 años…  Todo eso, evidentemente, lo califican para la obtención de al menos tres records Guinness, si no más.  

Pero, con todo lo absolutamente atípico que es, y que de seguro seguirá siendo mencionado por su carácter único hasta ahora en la historia del cine (¿y también del arte?), no se puede perder de vista que lo más importante, para el análisis cinematográfico y para la propia historia del cine, es el aporte expresivo de la obra del cineasta portugués. Una obra absolutamente personal, al menos en el registro del largometraje y de todo lo que hizo después de los años sesenta, pues antes confeccionó, entre proyectos personales, materiales documentales de encargo que, de cualquier manera, habría que revisar, pues otros realizadores marcaron con su impronta incluso trabajos a priori desdeñables.

Oliveira era un hombre de vasta cultura y de preocupaciones intelectuales, esas que vemos latir en el nuevo cine portugués de hoy, el que animan Pedro Costa,  Joao Canijo, Miguel Gomes, Joao Pedro Rodrigues,  entre otros. Sin embargo, de una forma más pronunciada que la de sus contemporáneos (que no coetáneos) en el cine de su país (Joao Cesar Monteiro, Paulo Rocha, Antonio Lopes Ribeiro, Antonio de Macedo) o de los más jóvenes que destacan en estos tiempos, Oliveira se nutría de esa vasta tradición literaria portuguesa (Camilo Castello Branco, Raul Brandao, Jose Regio o su amiga Agustina Bessa-Luis, considerada como la mejor novelista de su país en el siglo XX ) y francesa (Madame de La Fayette, Flaubert, Claudel), sólo para mencionar las más notorias fuentes directas de sus películas.

Esteta refinado, Oliveira es heredero directo de un linaje narrativo y teatral, pero también plástico y musical, de raíces clásicas que, no obstante, como hombre de su tiempo, sabe reprocesar en un lenguaje audiovisual muy propio, aunque encuentre correspondencias con otros autores contemporáneos. Uno de ellos es el chileno Raúl Ruiz, con el que sería interesante, si no se ha hecho ya, establecer algunos vasos comunicantes. La notable Misterios de Lisboa, de Ruiz, se enlaza en muchos trazos, más que ninguna otra seguramente, con el cine del portugués.

Si, en una cierta medida, el melodrama viscontiano resuena en las imágenes de Oliveira, también resuenan, como para sofrenar al primero, la impronta de Dreyer y del primer Bresson. Con una clara tendencia a concentrar las escenas de sus films en interiores, con frecuencia elegantes y distinguidos, Oliveira hace ejecutar a sus intérpretes un particular juego de máscaras, como en un carnaval veneciano, aunque sin necesidad de que las máscaras sean visibles, como ocurría también en las películas de Joseph Mankiewicz.

 

Aún cuando los exteriores campestres alcanzaron en algunas de sus películas (El valle Abraham –foto de arriba-, Viaje al principio del mundo) acentos elegiacos, fueron los espacios cerrados, por amplios o, incluso, algo intrincados que pudiesen ser (en El convento, por ejemplo) los que favorecieron la práctica de un arte basado en la mesura. Sí, cortesía, respeto, circunspección, buenas maneras eran lo que caracterizaba la conducta de sus personajes que se desenvolvían con cierta ritualidad en escenas que tenían también  en su conjunto un carácter parcialmente ritual. Las excepciones de Viaje al principio del mundo, Vuelvo a casa y algunas pocas más, con un tono más cotidiano y ‘azaroso’ son eso: excepciones en el tono general de su obra, donde el registro gestual y corporal lacónico se une a un fraseo muy eufónico del portugués cultivado  que muy pocas veces sonó tan sugestivo como en los diálogos o las voces en off de sus films.

 

Desde esos grandes frescos de época como Francisca y Un amor de perdición –foto de arriba hasta Party, Palabra y utopía,  La carta, Un film hablado o Gebo y la sombra, Oliveira moduló un registro de cierta atemporalidad cronológica. Muchas veces sus películas, adaptaciones de obras literarias o no, se situaron en el pasado, pero incluso en aquellas que se ambientaban en el presente contemporáneo se trasmitía una sensación de pertenencia a tiempos idos (por el diseño escenográfico, por la tonalidad rítmica, por el propio juego de las situaciones y la adhesión a valores o  afectos muy profundos y arraigados) y una cierta desvinculación de los referentes de la actualidad.  Sin embargo, no hay en ellas entonaciones nostálgicas o sentimentales.  Ese ‘aire pretérito’ contribuye, por otra parte, a conferirle a los personajes una cierta dimensión espectral que, en algunos casos (Los caníbalesEspejo mágico, El principio de la incertidumbre) se hace algo más patente.

 

Para visualizar el universo de Oliveira, en esta breve nota de homenaje, escojo uno de sus títulos de más breve duración, Belle toujours Foto de arriba), supuesta ‘segunda parte’ de Bella de día (Belle de jour), tributo declarado a Buñuel, situado prácticamente en un solo salón, entre el gran plano general de Paris del inicio y del final. El reencuentro de Henri Husson  y  Severine (Michel Piccoli, notable, y Bulle Ogier en remplazo de Catherine Deneuve) no deja de tener un lado fantasmal, por cuanto son las encarnaciones (o reencarnaciones) de dos seres que, de algún modo, se conocieron en una existencia anterior, ya de por sí algo fantasmática en Bella de día.  El reencuentro, pautado por la extrema politesse de Henri y la muy tenue presencia de Severine, y en la escasa iluminación de la pieza, termina con una salida del escenario, separados ambos, que no  conduce sino a la disolución de las figuraciones de los dos personajes, como si se tratara de ‘vampiros’ que dejan sus tumbas para un encuentro extraño y al final vuelven a ellas. Cierto, espacio de la representación, con entradas y salidas, ritualidad, aunque a la vez , por paradójico que suene, ‘naturalidad’, proporcionada especialmente por la actuación (y el personaje de Henri, claro) de  Piccoli  que, además, le otorga al film un toque de humor poco común en el cine del portugués.

Esos dos últimos atributos señalados, hacen, a la vez, que Belle toujours tenga la ligereza de un sketch de lo que en Francia se conoce como el teatro de boulevard en su versión más llana. Como si Oliveira se desprendiera de los motivos más graves o ‘serios’ del común de su obra para hacer un divertimento, una pequeña pieza de humor, en nada incompatible con esa otra dimensión espectral. Es decir, el arte de un extraordinario cineasta ofrecido en un límite difícil de lograr, pero al que Oliveira accede como si lo hiciera con absoluta facilidad.

 

Isaac León Frías

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