En el centenario de Orson Welles

 

Charles Foster Kane fascina y repele; también lo hace el señor Arkadin, y el protagonista de Una historia inmortal, esa película sintética y perfecta que resume la complejidad de un mundo en apenas 55 minutos.

Todos esos personajes son encarnados por el propio Orson Welles, ese genio engreído y precoz del Hollywood de 1941 convertido, casi de la noche a la mañana, en un “has been” prematuro.

Personajes que dedican empeños sobrehumanos a sus deseos de poder, convirtiendo tales impulsos en algo que resulta odioso y fascinante a la vez.

El poder de un hombre, decía Hobbes, consiste en sus medios presentes o actuales para obtener algún bien futuro. Ciudadano Kane muestra esos medios y ese proceder: el hoy de un hombre que se proyecta para conquistar el futuro pero sin ser capaz de recomponer su propio pasado.

“Poder es poder hacer”, dice la máxima. Es poder acumular, por ejemplo, como Kane lo hace. El magnate del periodismo es producto de un medio situado y fechado: la América triunfadora y supernumeraria de inicios del siglo XX, la que forja la prensa de masas y a Kane que la representa.

Esa América que también encarnan Los magníficos Amberson, emblemas de la opulencia de una sociedad, hasta la llegada de la modernidad que lo liquida todo.

El pequeño Kane que quiere conservar los juguetes de su infancia es el adulto que construye Xanadú, gran depósito de todo lo creado por la imaginación del hombre, incluyendo lo que parece útil aunque sea de desecho. El niño que queda paralizado en su desarrollo emocional al ser separado de sus padres de sangre es el que resulta confiado a un gran padre sustituto: el banco, garante de una cultura exacerbada de acumulación. Puro fetichismo del desecho.

En la antesala de su acceso al mundo de lo simbólico, Kane sólo conserva el nombre del trofeo que lo vincula con lo imaginario y lo primordial, ese trineo que deja sobre la nieve. El magnate Kane construye un gran edificio sin piedra basal y la acumulación se convierte en posesión fáctica, propiedad sin disfrute, fetichismo, obsesión por guardar sin acaso manipular. Es decir, mera exhibición y despliegue del poder. La relación con los objetos es el anverso de la atrofia de los sentimientos y el fin de las emociones.

Una historia inmortal muestra al poder transando con la imaginación. Ahí, ante él, el riquísimo señor de Macao, se tiene que poner en escena la leyenda fundamental, la que se cuenta en todos los puertos y viaja de boca en boca y va de admiración en pasmo: la historia del marinero pagado por el señor para que tenga sexo con una mujer. Relato mítico que será, al fin, escenificado.

Orson Welles siempre filmó hombres construyendo imperios sobre cimientos de barro.

Como Macbeth y Otelo, que pagan por los impulsos incontrolados de su poder personal y resultan prisioneros de las sombras proyectadas por los arcos y las columnas de los palacios que construyeron con su poder omnímodo.

O como el monstruoso Quinlan de Sed de mal, personaje fronterizo, corrupto esencial, que impone su presencia en obscenos contrapicados para ocupar el encuadre desde la cúspide. Planos secuencias sostenidos, angulaciones marcadas y planificación vertiginosa, pico del barroquismo visual de este cineasta que clausura el ciclo creativo del “film noir” con su película más tenebrosa y crepuscular. Una pesadilla que prefigura Psicosis.

O como Arkadin, hombre de mil rostros, su personaje más opaco, misterioso y atractivo.

El poder y su reverso. El que sueña con tenerlo todo, también se inquieta con perderlo. La impotencia configura la otra cara del cine de Welles. El deseo actuado por personas interpuestas en Una historia inmortal; el derrumbe de George Minafer Amberson; la soledad de Kane reflejada en el laberinto de los espejos.   Entonces solo queda lamentar el tiempo pasado, cuando se escuchaban las campanadas a medianoche.

Exiliado en Europa, abandonado por los productores, expulsado de Hollywood, dejando inacabada una película luego de haber frustrado la anterior, Welles conoció los contrastes del poder, que empieza a diluirse cuando parece estar en el ápice de su gloria.

Sólo le quedó la fascinación por la maquinaria del cine, “el tren eléctrico más maravilloso que se la haya dado a un adulto”, según lo definió.

La prestidigitación como contraseña o “Rosebud” y la truca del cine como ilusión del poder total. Es el Welles omnisciente de los comentarios en off dichos con voz tonante. Del artífice del tiempo fílmico forzado con elipsis y raccontos. Del realizador de mirada altiva que demuestra con el virtuosismo de los contrapicados, como los de El proceso, o con la amplitud de sus planos secuencias o con la densidad de los claroscuros, como los de La dama de Shangái, rasgos de un estilo “visible” que alarmó a los conservadores de Hollywood.

Es decir, de ser intransigente aun en la caída.

Pero hay un Welles relajado y gozoso que se puede preferir antes que todos: el que hizo de John Falstaff en Campanadas a medianoche: pícaro, procaz, ebrio, excesivo, inmenso como un tonel, con risa de trueno. Él administra el poder supremo e irrenunciable: el de su propia libertad.

(Este artículo amplía otro, sobre Ciudadano Kane, publicado hace unos años en el blog)

Ricardo Bedoya

One thought on “En el centenario de Orson Welles

  1. Al parecer, hay inconvenientes que están frenando la terminación de “The other side of the wind”. ¿Tienes información al día de cómo están las cosas?

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