Magallanes se estructura como un thriller que emplea como figura preferente la paralipsis, es decir, el ocultamiento sistemático de información para luego revelarla y provocar sorpresa. En ocasiones el recurso es demasiado obvio. Por ejemplo, cualquier espectador medianamente entrenado en las convenciones del género puede adivinar que el primer fajo del que se apropia Magallanes no contiene billetes. Que Magallanes ni lo sospeche es un ardid no recomendable mediante el cual se convierte provisionalmente en tonto al personaje para que el truco surta efecto, confiando en la complicidad o la benevolencia del público. El principal defecto de Magallanes es la evidencia del artificio narrativo; se notan las costuras de la trama.
Sin embargo, la trama –a pesar de sus defectos- logra sostener un contenido complejo. Magallanes no es solo un filme sobre un hombre que busca conseguir dinero para ayudar a una chica, es una película sobre la culpa, el perdón y la memoria respecto de un período clave de nuestra historia reciente (el del conflicto armado interno) cuyas consecuencias aún afrontamos. Y es sobre esto que Magallanes aporta una mirada perturbadora, mediante personajes que trascienden sus roles simbólicos, una buena dirección de actores y una representación de la ciudad de Lima y los tiempos actuales nada concesiva.
La figura narrativa de la paralipsis, de otro lado, se relaciona con una significación más profunda de un relato en el que existen personajes y situaciones ocultas, aparentemente relegados al pasado y el olvido, pero que se hallan presentes y cuya develación conmociona.
Una comparación de Magallanes con La teta asustada descubre dos puntos de vista casi opuestos con relación a la memoria del conflicto, e invita al debate. En ambas hay una víctima interpretada por Magaly Solier. En ambas hay una clase social alta vinculada a las fuerzas armadas (y al Estado) de la que real o simbólicamente se quiere obtener una reparación económica: Magallanes extorsionando a la familia del coronel, Fausta entregando sus canciones a Aída a cambio de las perlas. En La teta asustada la protagonista consigue las perlas para poder enterrar a su madre (el pasado), superar su trauma e iniciar una nueva vida en la capital. En Magallanes, Celina no acepta el dinero ofrecido primero por Magallanes y luego por el hijo del coronel, haciéndonos notar que no hay reparación económica posible para aquello de lo que fue víctima. El coronel no se acuerda de lo acontecido, el hijo del coronel no quiere saberlo y desea que todo se olvide; pero Celina no puede olvidar: su hijo (el equivalente a Fausta (otro ser amamantado por una teta asustada) está allí para recordarle físicamente lo terrible que le sucedió y su falta de remedio.
Cuando Fausta corre en La teta asustada se dirige a liberarse del pasado; cuando lo hace Celina en Magallanes, está reviviéndolo. Mientras que La teta asustada apuntaba al olvido (el entierro del pasado) para poder seguir viviendo; Magallanes sugiere que no se puede ni se debe olvidar lo sucedido, hay que vivir con ello. Quienes olvidan o prefieren olvidar (quienes desean enterrar el pasado) son en Magallanes los victimarios o los hijos de los victimarios, representantes de una sociedad criolla; no las víctimas. Y así como el coronel que ha perdido la memoria es “un hombre enfermo”, según lo define su hijo, una sociedad sin memoria es una sociedad enferma.
La representación de la ciudad capital es también muy significativa. La comparación aquí con La teta asustada es también sugerente. En la película de Claudia Llosa el asentamiento humano donde vive Fausta es colorido y su gente emprendedora y creativa; la casa de Aída parece una fortaleza rodeada por una nueva ciudad-mercado que está siendo construida por inmigrantes emergentes. La Lima de Magallanes es distinta. La casa del coronel y la oficina de su hijo alojan a los sectores altos, y están representadas por interiores cerrados al mundo exterior como los de la casa de Aída; pero la ciudad emergente donde vive Celina carece de la idealización de La teta asustada, es violenta y hostil. Es una ciudad donde las deudas se cobran a golpes, las vendedoras de celulares -probablemente robados- timan a sus clientes, los delincuentes de barrio se alquilan, y las charlas de autoayuda son farsas. Un lugar de supervivencia y crueldad donde la solidaridad de la vecina interpretada por Liliana Trujillo es una excepción, pues las personas no interesan por lo que son sino por su dinero, como le hace notar brutalmente la prestamista a Celina. Es inevitable preguntarse, viendo esta ciudad de postconflicto, si para eso se ganó la guerra.
Magallanes distingue dos espacios populares igual de agresivos, aquel creado por migrantes en décadas más o menos recientes (el que habita Celina), y el de los viejos limeños (de donde provienen Magallanes y Milton), con sus callejones y bares añejos donde se escucha todavía música criolla. Mientras los habitantes de los espacios de clase alta no recuerdan o tratan de olvidar, Magallanes y Milton (dos criollos populares, dos subalternos victimarios y, en cierto modo, también víctimas) sí recuerdan, con excitación o culpa; pero su memoria es, por cierto, diferente a la de la víctima Celina.
Hay, sin embargo, una conexión entre los personajes que va más allá de la clase y la cultura. Queda expresada en la impactante performance en quechua de Magaly Solier. Ni el hijo del coronel ni Magallanes entienden el idioma, tampoco la mayoría de los espectadores limeños. Pero comprendemos, al igual que los personajes, la indignación y el dolor de la víctima, lo imposible del olvido, la dificultad inmensa del perdón y la reconciliación. Una dimensión humana nos vincula y no puede ser negada sin cinismo o patología de por medio. En el plano final, tras descorrerse una cortina metálica, Celina muestra su rostro y nos obliga a mirarla de frente. Magallanes es inquietante porque no da soluciones ni consuelo, pero es un filme necesario que nos interpela sobre nuestras posturas en torno a un problema vigente.
Emilio Bustamante