Cada período del cine tiene un Ben–Hur. Galán sigiloso, Ramón Novarro, hace casi cien años, interpretó al príncipe judío con los intensos gestos propios de una coreografía silenciosa. Charlton Heston, en los cincuenta, se enfrentó al romano Mesala con una tenacidad similar a la que el cine desplegaba, por entonces, para librar su lucha contra la televisión naciente y competitiva.
Ahora llega el Ben-Hur de estos tiempos. No es un “remake” de las anteriores. Tampoco es una adaptación rigurosa de la novela de Lew Wallace. Es un simulacro digital, un “blockbuster” anémico, y un catálogo de conflictos redimidos y santificados.
Aquí descubrimos que las técnicas de la cámara zamaqueada ya existían en tiempos de Cristo. Al menos eso se deduce al ver los combates de las legiones romanas con zelotes y pueblos colonizados. Enfrentamientos temblorosos que el montaje ultra veloz convierte en picadillo, llevándose de encuentro, en agitado y confuso arrastre, el combate en las galeras y lo que viene después.
Gore Vidal, que intervino en la redacción del guión del Ben-Hur de 1959, le puso sal y pimienta a la relación entre Judá y Mesala al revelar un subtexto gay muy discutido desde entonces. El Ben–Hur de los tiempos virtuales ofrece una alternativa revisionista que descarta tales insinuaciones. Vade retro, Gore.
El espíritu de Rodrigo Santoro, mejor dicho del Cristo que interpreta con invariable gesto beatífico y aura de modelo internacional, impone la reconciliación y la paz. Y, de paso, evita los malos pensamientos y liquida las murmuraciones, repartiendo la redención para todos, incluso para Mesala, que tiene una frase antológica de inspiración antiimperialista, dicha a la vuelta de una misión de conquista: “destruimos pueblos originarios solo porque eran distintos”. Judíos y romanos terminan redimidos y “correctos”.
Ricardo Bedoya