De cebiche en cebiche

Leonardo M. D’Espósito es crítico de cine, uno de los puntales de la revista argentina “El Amante” y autor de dos libros muy exitosos e interesantes, “Todo lo que necesitas saber sobre cine” (Paidós, 2014) y “50 películas que conquistaron el mundo” (Paidós, 2015). Fue también miembro del jurado de la crítica en el pasado Festival de Lima. En este artículo, publicado originalmente, en la edición No. 285, de agosto de 2016, de “El Amante”, hace una crónica de su experiencia limeña.

Un agradecimiento a Leonardo por autorizar la publicación.

 

De cebiche en cebiche

Por Leonardo M. D’Espósito

 

Estuve en Lima. Me invitaron como jurado de la crítica del 20° Festival de Cine de Lima PUCP (Pontificia Universidad Católica de Perú), gracias a la recomendación del Chacho León Frías, un tipo que vive adentro de un cine y es gran crítico y académico. En realidad lo único que me sale escribir con total naturalidad es que la pasé enorme, viendo películas, hablando con gente simpática y divertida, comiendo en los mejores restaurantes de esa ciudad que ya es polo de la altísima gourmandise mundial. La verdad, nada de qué quejarme.

 

Claro que también vimos películas. El jurado lo integramos el local Claudio Cordero, parte de la revista Godard! y la genia de Rosalba Oxandabarat -presidenta, como corresponde-, del diario uruguayo Brecha, y un servidor. Rosalba es una señora muy divertida que pasó once años exiliada en Lima, volvió a Uruguay, le mostró los primeros pininos de la profesión a mi amiga Mariana Mactas y es un mar de anécdotas. En general, nos llevaban en una van a todos los jurados y, mezclados, almorzábamos juntos. El Oficial lo presidía Ciro Guerra y lo integraban Karim Ainouz, la directora del festival de Morelia Daniela Michel, el escritor local Alonso Cueto, y nuestro camarada de armas Ezequiel Acuña. El de documentales lo integraban Nicolás Echeverría (el realizador mexicano de Cabeza de vaca), Gema Juárez Alem y el uruguayo Aldo Garay. La mezcla de académicos, críticos feroces, directores de cine e intelectuales se convirtió rápidamente en un paseo de secundarios divertidos, lo que no nos quitó ningún rigor a la hora de juzgar las dieciocho películas latinoamericanas que debimos ver: quemábamos oxhidrilos sobrantes en las siestas y mantuvimos el cerebro atento y fresco.

 

Más allá de las frivolidades, varias cosas me llamaron la atención. La primera, que ninguna película nos partiera la cabeza. No creo que sean los años: uno ve Sangre de mi sangre y sale saltando en una pata, feliz por lo que le han dado. Me dirán que Bellocchio es un genio: ok, digamos que así es. Pero en Bafici, por ejemplo, vi Il Solengo y también sentí ese golpe feroz de lo nuevo y bueno forjándose un lugar inmediato en la memoria. No, el problema no es mi edad ni la cantidad de películas que veo cada año: el problema es el cine, probablemente el cine latinoamericano. Ninguna de las películas proyectadas se veía o escuchaba mal: eran todas perfectas técnicamente. Lo que, paradoja de paradojas, pone en un lugar de mucha mayor responsabilidad al director. No hay excusa que valga, no hay plata que no alcanzó para la Arriflex, nada de nada. El problema tecnológico  (cómo) está resuelto; queda por resolver el problema estético (para qué). Da la impresión de que todos los cineastas se dan cuenta de eso y, ante el riesgo enorme que significa la desnudez a los que los somete la perfección técnica, deciden no ir a fondo. En algunos casos, da la impresión de que el verdadero tema de la película les pasa por el costado, demasiado preocupados por la prolijidad y quedar bien con los jurados internacionales. El gigantesco entramado de fondos, fundaciones, institutos y entidades que financian cada película implica, antes de filmar, rendir repetidos exámenes para dejar satisfechos a quienes van a colocar -nunca desinteresadamente- los morlacos para cada film.

 

Ok, aceptemos esta premisa y echémosle la culpa al otro. Qué problema: en el momento más dorado de Hollywood, la presión de comités y ejecutivos funcionaba de manera similar. Los directores eran, en general, empleados a sueldo que debían hacer más o menos los que les mandaban. Aún así, los mejores, los inteligentes, los artistas incluso a pesar de sí mismos, lograban imponer lo suyo, inventar, extender las posibilidades del cine. La impresión general de las películas latinoamericanas que vimos, todas ellas habitantes de la cosecha anual en el torrente de festivales, parecen dar por sentado, dadas sus elecciones estéticas, que sus realizadores son autores profesionales (de profesión autor, digamos) y sus invenciones son evidentes, subrayadas. Como si empezaran por ahí, por cómo va a lucir una película en lugar de qué va a mostrar. Por supuesto que no en todas esto es flagrante, y que los méritos de las buenas terminaban imponiéndose a todo lo demás. Pero la tendencia es general. Otrosí: salvo en algunos ejemplos de la competencia de Vanguardia y Género del Bafici -disculpen que mi visión sea breve en cuanto a festivales, pero es lo que puedo ver- el asunto es bastante general. Los panoramas y las competencias de los últimos Bafici y Mar del Plata me han mostrado lo mismo: se domina el cómo y no el para qué.

 

Le dimos el premio a Oscuro Animal (en la foto), de Felipe Guerrero, que también se llevó el premio principal de la noche. Es un film con una búsqueda, más allá de sus errores. Narra tres historias vagamente conectadas, cada una interpretada por una mujer en la selva colombiana, todas ellas víctimas de la violencia terrorista. Una es alguien que ha perdido todo y deja su lugar; otra, una joven raptada y violada repetidamente por una banda que logra escapar; la tercera, una combatiente -el film es suficientemente ambiguo para que no sepamos si son de las Farc o paramilitares, tampoco importa y eso le da a la película una universalidad interesante- que deja la lucha. Todo se narra sin diálogos, a pura imagen y eso es al mismo tiempo su mayor fuerza estética -además de la muy impresionante fotografía de Fernando Lockett- y su defecto cuando la cámara se enamora por demasiados segundos de un detalle secundario. También, en ocasiones, aparece la sobre estilización. Pero en general la fuerza se mantiene y permite que los momentos más emotivos -todos, puntualmente, relacionados con la solidaridad de las mujeres- golpeen con fuerza. Lo que no aparecía en esta película era el humor, pero dado el contexto y la precisión a la hora de narrar, esta falta es justa. En los días siguientes, crucé mensajes con colegas que odian la película o que no estaban de acuerdo con nuestra decisión. Yo creo que es un film con defectos, pero cuando acierta tiene una fuerza que los otros no tienen. Se pasa en su “programa” de ausencia de diálogos, lo que genera ciertos momentos muy forzados. Pero el clima de alucinación, de pesadilla cercano a lo fantástico, es muy preciso y está en perfecta sincronía con el tema. Es un film de terror porque es un film sobre el terrorismo.

 

Además de esta película, mencionamos otras tres. Le dimos una mención a Adrián Saba por El soñador, un verdadero film noir peruano con justos elementos de melodrama romántico (que es propio del género, además) y violencia. Como en las buenas películas del género -nos hacía acordar un poco a los films sociales de la Warner en los años 30 y 40-, el contexto social y económico aparece como telón de fondo necesario y nunca como elemento subrayado. Pero sobre todo tiene la virtud de que no le sobra ni le falta nada. Las imágenes duran lo que tienen que durar en función del mundo que dibuja y el fin que se propone. Una virtud en un lote lleno de cineastas demasiado enamorados de sus planos.

 

Otra mención fue para El Apóstata, de Federico Veiroj. El Apóstata fue odiada por algunos por estos pagos, pero es una película graciosa, original, también narrada en el tempo justo, que además habla de otra cosa y no de la religión, como podría imaginarse cualquiera por su punto de partida. Es, sobre todo, una película sobre la infancia y ese umbral en el que uno pasa de ser un adolescente eterno a tomar responsabilidades. Salir de casa, en suma. Y tiene momentos muy inspirados y bellos sin que la belleza se nos arroje a la cara porque sí. De paso, el protagonista es una especie de Mariano Llinás hispano. Pero de El Apóstata leerán más en otras notas.

 

La tercera mención se la dimos a Boi Neón. Aquí sí hay problemas, pero nos parecía que había también una búsqueda muchas veces lograda de retratar un mundo sin caer en la tentación folclórica. Se trata de un grupo de personajes que trabaja en las vaqueijadas brasileñas, una auténtica familia rodante, algo parecido a un circo. Uno de los personajes es una niña, otra su madre, camionera. Otro, importante, un joven vaquero que quiere convertirse en diseñador de modas. La película transcurre a modo de episodios interconectados que van tejiendo con humor y ternura un paisaje también fantástico. Hay momentos documentales -los torneos, por ejemplo- que son maravillosos. Hay dos o tres gags que son imperdibles. Pero tiene un enorme defecto al final. El protagonista tiene un encuentro romántico con una mujer embarazada que trabaja como seguridad de una fábrica textil. Recorren la fábrica -que a él, por lo que sabemos, lo fascina- y en una amplia mesa para cortar tela tienen una relación sexual. La escena es explícita pero no pornográfica, y está mostrada en tiempo real. El problema no es el sexo, el problema no es el embarazo de la mujer, el problema no es el tiempo real. El problema es la carga alegórica, totalmente a contrapelo de la película, que busca hacer explícito aquello que había quedado claro con la mera sugerencia. Eso y los planos finales, que parecen pertenecer a otro mundo y no el que la película planteaba hasta su epílogo.

 

Repito: nada fue perfecto. Sin dudas la película mejor actuada y narrada era Aquarius, de Kleber Mendonça Filho, y Sonia Braga está genial. Pero el film, una historia de heroína a la Aristarain contra una corporación que quiere desalojarla, se parece mucho más a una miniserie televisiva que a una película. En estos tiempos, prefiero una película menor que hace cosas que solo pueden hacerse en y con el cine que aquello que se parece demasiado a las series o miniseries. Dicho de otro modo: cualquiera de las cuatro que premiamos o mencionamos pierde mucho en la pantalla chica. Aquarius, no, más bien parece ganar.

 

Más allá de esto, tres constataciones. La primera, el peso que ha tenido el cine argentino que llamamos “nuevo” hace más de una década en la estética de todo el cine latinomericano reciente. La huella de Trapero, Martel, Caetano, Burman, Llinás, Szifrón o el propio Ezequiel Acuña (por mencionar solo nombres conocidos) es gigantesca y, de tan enorme, se va transformando en un estándar diluido en una cinematografía más grande que la suma de sus partes. La segunda, el peso que tienen las mujeres y el universo femenino en las tramas y las historias: en la mayoría era el punto de vista dominante (salvo donde el protagonista es un joven atormentado, que los hay a patadas). Y tercero, la condena a la violencia política en muchas de las películas. Hay una en particular que merece ser mencionada respecto de todo lo mencionado: La última tarde, del peruano Joel Calero. Es una pareja que tiene que divorciarse: están separados desde hace 19 años y, por un trámite de ella, se encuentran en un juzgado. Algo sale mal con el trámite y tienen que pasar unas horas juntos hasta resolverlo. Él es de Cuzco, moreno, un hombre de clase baja que se volvió economista; ella es de Lima, blanca, de la élite. Ambos fueron un matrimonio y ambos fueron militantes de Sendero Luminoso hasta que ella huyó y pasó años en Buenos Aires. Es decir, la película es el diálogo y el ajuste de cuentas de ambos. El esquema es simple y hasta elemental, como los diálogos (la actuación es muy buena, eso sí) y tiene varios golpes de efecto y baches de guión. Pero se basa -lo mismo ocurre con Oscuro animal- en un postulado interesante: que la violencia política fue -es- un error absoluto. Obviamente la película ganó el premio del público, un público que incluía derecha e izquierda. En la Argentina eso no sucedería jamás: probablemente al director lo condenarían al ostracismo.

 

El festival de Lima fue un buen resumen de lo que sucede en este subcontinente y está bien organizado, es amable y permite discusiones agradables, lo mejor que se puede pedir de un festival. Me quedé con ganas de revisar otras secciones dentro de la muestra, pero me lo compensaron con los mejores cebiches del mundo. Sigue habiendo oro en el Perú.

Leonardo M. D’Espósito

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