Pequeña gran vida

Científicos noruegos descubren un procedimiento de alteración celular que permite la miniaturización de los seres humanos. Años después, el hallazgo científico se convierte en una propuesta irresistible del mercado: la campaña publicitaria asegura que en Leisureland, una comunidad autosostenible poblada por seres reducidos, se han superado los problemas de la sociedad del consumo y del descarte. Los residentes de esa comunidad “feliz”, ciudadanos de las clases medias de los Estados Unidos, luego de aceptar las reglas de la compañía administradora del Mundo Nuevo, verán satisfechos sus sueños de propietarios al multiplicar sus patrimonios mientras decrecen sus tallas.

“Pequeña gran vida”, de Alexander Payne (“Entre copas”, “Los descendientes”, “Nebraska”), arranca como un típico relato de ciencia ficción. En el centro está Matt Damon, convertido en el “hombre común” del cine de Hollywood. Abrumado por las deudas, incapaz de cumplir sus ambiciones, se embarca, en compañía de su esposa (Kristen Wiig), en la aventura de la reducción, que está resuelta con un ingenio visual, de aspecto artesanal (remiten a la vez a “The 3 Worlds of Gulliver” y a “Darby O’Gill and the Little People”), que parece no deberle mucho a los sofisticados efectos digitales de hoy.

De pronto, el horizonte de la fantasía científica se cubre de nubarrones. Se perfila entonces una fábula satírica: el diminuto mundo feliz replica las odiosas diferencias sociales, políticas y culturales que rigen en el mundo de los “seres normales”. Esa parte central es la más lograda. Payne combina la observación social, el humor, los toques cínicos que acompañan cada una de las intervenciones de los personajes de Christophe Waltz y Udo Kier, y las alusiones irónicas a la actualidad. Y acierta en la creación de ambientes y atmósferas, como las del gueto donde malviven mexicanos e inmigrantes empobrecidos y famélicos, la mano de obra indispensable del mundo feliz que se descubre como una maqueta poblada por ilusos y desdichados.

La distopía da paso a una utopía alternativa, la otra cara de la Disneylandia diminuta de Leisureland. Entre los fiordos noruegos, al abrigo del consumo y a la espera  del cumplimiento de funestos presagios milenaristas, encontramos una comuna de aires hippies y se infiltra una historia de amor y sacrificio. Es la parte más endeble de la película. La fábula se verbaliza (el personaje de Hong Chau se convierte en “traductora” del sentido del filme), el eco-mensaje luce como clisé, y la ironía punzante se diluye en el didactismo.               

Ricardo Bedoya

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