Notas sobre Ingmar Bergman

La Filmoteca de la PUCP recuerda el centenario del nacimiento de Ingmar Bergman con una muestra de sus películas. Publico unas notas sueltas sobre el cineasta sueco que he recuperado del archivo. En la foto: “Gritos y susurros”

El sueco Ingmar Bergman (nacido en 1918) encarna los más distintivos atributos del autor cinematográfico en el sentido más ortodoxo del término. Su obra, rigurosa, personal, clásica y, en consecuencia, moderna, pasa por varias etapas manteniéndose fiel a un estilo y a unas preocupaciones constantes. Hombre de teatro, escritor excepcional (como lo demuestra “Linterna mágica”, su libro de memorias), realizador cinematográfico meticuloso, guionista y director de sus filmes, Bergman es una figura central en la historia del cine. Aquí va un breve vocabulario bergmaniano.    

Autor

Bergman es uno de los autores cinematográficos más singulares del cine de la segunda mitad del siglo XX. Fellini, Resnais, Makavejev, Antonioni, Kurosawa, Straub y Huillet, Godard, Pasolini, Rocha o Rivette, entre otros, pueden competir con él en méritos, pero a Bergman lo rodea un aura particular. Es el cineasta que se percibe como artista, en pleno control de su propia obra, que no rinde cuentas a productores ni personajes del negocio fílmico. Aislado en su torre de marfil o en su isla privada (la isla Fårö, en el Báltico, escenario de películas como “Persona”, “Verguenza” o “La pasión de Ana”), supo mantener la continuidad de su trabajo rodeado de actores y técnicos que también fueron amigos íntimos y apoyos creativos. Bergman fue un director exiliado y una persona frágil: acechado por la inestabilidad de su cuerpo (el colon traicionero), el insomnio y la labilidad emocional, puso en escena sus pesadillas íntimas. “El silencio”, “Vergüenza” o “La pasión de Ana” son películas sobre la imposibilidad de ser feliz en la isla lejana, imaginada como cobijo ideal. Tarde o temprano, el estruendo del mundo llega hasta ahí para perturbar: la máquina arrasa el jardín. 

Cuerpos

A partir de “Un verano con Mónica” (1952), el cuerpo se convierte en el centro de la puesta en escena de Bergman. El director habla del “alma”, de las dudas y flaquezas de la existencia, siempre que se identifiquen en sus manifestaciones corporales. Filma el cuerpo en todos sus estados: mientras desea, tiembla de pavor, yace descompuesto por la enfermedad o aparece sobrecogido de dolor (como el de la hermana enferma en “Gritos y susurros”), cuando está magullado por la guerra (como en Vergüenza”), o padece el sometimiento a experimentos inhumanos (“La vida de las marionetas”, “El huevo de la serpiente”). También cuando envejece (como el de Bibi Andersson en “El toque”) o se transforma por la maternidad o porque debe representar a otro sobre un escenario y se bloquea o contorsiona (“Persona”).

Gracias a la luz y el color de la fotografía de Sven Nykvist (su amigo cercano y uno de los mejores directores de fotografía que haya dado el cine), las texturas de la piel, su deterioro, el temblor de las manos, las manchas de la edad, las arrugas en el rostro (una secuencia excepcional de “Gritos y susurros” tiene a Liv Ullman auscultada por la mirada de la cámara), el sudor, la sangre, los flujos corporales, tienen en su cine una presencia  tangible, una densidad casi visceral. Recuerden el ambiente uterino, de rojos densos, como la sangre arterial, de “Gritos y susurros”.        

Demonios

La imaginación de Bergman incubó demonios desde su infancia. Hijo y nieto de pastores luteranos, desde pequeño visitó la morgue y las salas de moribundos de un hospital de Estocolmo. La muerte lo paralizaba de pavor. Era el mismo escalofrío que sentía al escuchar los discursos rigoristas de su padre.

En 1934, el joven Bergman visita la Alemania nazi. Se emociona ante la parafernalia nazi y hace el saludo hitleriano.

El miedo y la culpa son demonios recurrentes de los que Bergman busca desembarazarse, aun cuando sepa que no es posible hacerlo.

Pero hay otros demonios más: la fragilidad de la vida en pareja (“Escenas de la vida conyugal”); el sentimiento de que no se le puede ganar la partida a la muerte (“Las fresas salvajes”, “El séptimo sello”); la fugacidad del placer, sobre todo del sexual, que se convierte de pronto en hartazgo, repugnancia o separación de los amantes (“Un verano con Mónica”, “El silencio”); la angustia de los hombres que claman a un Dios ausente (“Luz de invierno”, “Como en un espejo”); la debilidad de los hombres frente a la resistencia y capacidad de las mujeres (“Noche de circo”, “Tres almas desnudas”, “Ni hablar de esas mujeres”)

Estilo

Se suele hablar de Bergman enumerando sus temas recurrentes, como si fuese un ensayista, un escritor o un predicador. No es así. Su estilo visual es inconfundible.

En sus primeros años, prefería las imágenes contrastadas, los claroscuros, los efectos expresionistas. En un lado del encuadre se proyecta la luz blanca y sensual del norte; en el otro, los tintes cargados del drama existencial. De modo progresivo, fue depurando su escritura, que se hizo más desnuda, austera y esencial. Los años sesenta fueron cruciales en ese proceso de despojamiento. Limó los filones alegóricos de sus relatos, abriéndose a los sentidos múltiples. Evitó los discursos unívocos (que afectan a algunas de sus cintas iniciales, como “Prisión” o “El ojo del diablo”) y, desde “Persona”, inició un nuevo período: el de los filmes de cámara, con pocos personajes, privilegiando los encuadres cercanos y convirtiendo los rostros de sus actores en superficies lisas o rugosas que la cámara escrutó en primeros planos. Obtuvo así la formidable expresividad de los gestos mínimos y del brillo de los ojos.

Mujeres

Sus personajes femeninos son memorables. Actrices como Mai Britt Nillsson, Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Liv Ullman, Harriet Andersson o Eva Dahlbeck aparecen una y otra vez en sus filmes. En ellas aprecia su presencia, inteligencia y los valores opuestos que pueden encarnar: la fuerza y la paciencia, la racionalidad y la pasión, la imaginación y el sentido práctico. “Persona” condensa esas fuerzas contradictorias y las dramatiza: observa un juego de poder entre dos mujeres confinadas en una isla. Confrontan sus fuerzas, capacidades de seducción, intercambian fantasías íntimas y sus roles de “sierva y patrona”. Se vampirizan.  

Miedo

Los asuntos de la enfermedad y la muerte recorren la obra de Bergman, tanto como el motivo de la dualidad, el ser uno y el otro, o el otro y el mismo. El reconocimiento de la alteridad provoca la sensación desestabilizadora del miedo. De un modo obvio, Bergman identificó el horror de la angustia íntima con la plástica expresionista, como en “La hora del lobo”, pero también supo alejarse de la figuración “realista” para apuntar sentidos esquivos en su presentación de personajes capaces de desdoblarse, asumiendo identidades contradictorias. Como ocurre en “Persona”, en “El rostro”, en “Como en un espejo”, en “El rito”, entre otras. Sea a través de la fantasía homosexual, la figuración del vampirismo, la irrupción de la locura o la representación teatral, los personajes penetran en una zona indeterminada de su conciencia que los trastorna y modifica sin perder sus signos externos y reconocibles. Es el estado de Elizabeth Vogler (Liv Ullman) cuando busca la fusión con la mujer de personalidad antagónica y camina vaporosa,  a contraluz, en la secuencia de la visita nocturna de “Persona”. O cuando Alexander se encuentra con el andrógino Ismael, en “Fanny y Alexander”.

El clima que precede a ese encuentro es el de una película de horror, Su escenario: el gabinete de un cabalista que acumula polvo y antigüedades. Ismael aparece como un ser peligroso, confinado de por vida. Sus rasgos femeninos (está interpretado por una actriz) son distintos a los de  Alexander. La conversación que mantienen es alusiva. Ismael toca a Alexander, descubre su cuerpo, le abraza. De pronto, en medio de esa confrontación, los pensamientos de Alexander –mejor, sus deseos- empiezan a ser interpretados y casi susurrados por Ismael, que se une al deseo del púber de ver morir a su odiado padrastro. La brutalidad de la ley paterna encuentra su formulación opuesta en la suave y comprensiva complicidad de Ismael, el extraño, el andrógino. Ambos están enfrentados a la arbitrariedad patriarcal que los ha confinado a la sanción o a la reclusión. Es entonces que Alexander se refleja en Ismael o se descubre en él. Y eso lo llena de miedo. Un miedo que fluye, incierto, entre las fronteras de lo onírico, lo erótico y lo alucinatorio.

Teatro

Bergman dijo: “Mi oficio es el teatro. Puedo existir sin hacer películas, pero no puedo existir sin hacer teatro. En el teatro me importa poco si tengo o no algo que decir. Allí traduzco en carne, sangre y materiales visibles la visión de otra persona. Una película, en cambio, es una escritura personal: no puedo crear un filme si no tengo nada que decir.”

Sus mejores películas “teatrales”, o sobre el teatro, son “Sonrisas de una noche de verano” “Ni hablar de esas mujeres”, “El rito prohibido”, “Después del ensayo”, “En presencia de un payaso”. En todas ellas, ligeras o graves, de acentos cómicos o dramáticos, se nota el amor de Bergman por los actores, piezas centrales sobre un escenario. Los observa, con la cámara muy cercana, mientras conversan, se mueven en silencio, reaccionan ante las agresiones o la violencia. Como en un laboratorio, los fuerza al aislamiento, los muestra inermes en la boca del escenario, y les hace mirar y hablar a la cámara. Ese aislamiento impone las reglas de un juego cómplice y placentero pero también cruel en sus tensiones. En el cine de Bergman, asistimos a cambios constantes, veloces, imperceptibles a veces, de los estados de ánimo de los personajes y de los gestos de los actores. En un tris pasan de la placidez y la serenidad a la crispación o al dolor. Apostando a esa inestabilidad logra obtener lo mejor de sus actores.

Ricardo Bedoya

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