Nace una estrella

Una nueva versión de “Nace una estrella”. Esta vez dirigida por el actor Bradley Cooper y con Lady Gaga como protagonista. Si descontamos “What Price Hollywood”, de George Cukor, (cuya trama se parece pero con algunas diferencias sustanciales), Hollywood ya lleva hechas cuatro versiones de la historia de la mujer que triunfa mientras su mentor se arruina a causa de sus demonios interiores. La mejor sigue siendo- sin duda- la que dirigió Cukor en los años cincuenta.

Bradley Cooper dirige con limpieza, corrección, buen pulso para las actuaciones  y varios aciertos en las escenas de intimidad, a las que deja respirar en silencio, a fuerza de dilatar los tiempos y observar las acciones. Pone la cámara a la distancia justa para valorizar los cuerpos, los rostros (el perfil de Lady Gaga) y las miradas, dejando que los actores manejen sus propios ritmos. Aprovecha la química que surge entre ellos. Y logra que algunos personajes secundarios tengan entidad y peso propio, como el que interpreta Sam Elliott.

Pero el conjunto carece de intensidad. Tal vez porque el cantante en crisis no tenga la potencia de su contraparte. Es un personaje que roza el melodrama, pero Cooper lo conduce con sequedad y cierta distancia. Su mal interior es un asunto de torpeza en los movimientos y descontrol corporal. No voy a revelar ningún dato significativo, pero la escena de la entrega de premios que en el filme de Cukor era inolvidable por el efecto brutal del gesto activo de James Mason, aquí se diluye en un patetismo pasivo y bastante húmedo.

Lady Gaga, en cambio, merecería haber sido dirigida por Cukor, ese maestro que contemplaba a sus personajes femeninos superando vulnerabilidades para descubrir lo mejor de sí.  Cooper acierta al imprimir sobre el personaje de la estrella en formación la mitología de su actriz, su gusto por la “performance”, para luego quitarle el corsé del artificio. La talentosa muchacha, incómoda por el tamaño de su nariz y otras inseguridades, acomoda su imagen a las exigencias del mercado. Se acerca a la música pop, tiñe su cabello, conoce el transformismo y la simulación. Pero su camino la conduce al descubrimiento de lo auténtico. Lady Gaga la rompe con su presencia, sobriedad y ausencia de divismo. Todo  lo contrario de Barbra Streisand en la versión de 1976.

Por lo demás, la película fluye con un romanticismo de acentos crepusculares que entibia, pero que nunca se enciende.

Ricardo Bedoya

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