Al otro lado del viento: ¿Obra personal o no?, por Isaac León Frías

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El lanzamiento vía Netflix de Al otro lado del viento (The other side of the wind) constituye sin duda un caso absolutamente peculiar: es la primera vez que una película es montada, sonorizada y “terminada” después de más de 40 años de haber sido filmada durante casi un lustro, y después de 33 años de fallecido su realizador, Orson Welles. Por cierto, una de las razones que está en la base de la argumentación de quienes la objetan seriamente o la rechazan está en el hecho de que no se puede completar una película en ausencia de su director porque eso la falsea. En realidad, hay obras póstumas lanzadas poco después de la muerte del autor, normalmente con pequeños agregados posteriores, pero un caso como el de Al otro lado del viento es inédito, pues el material quedó prácticamente “en bruto”, aun cuando se ha informado que Welles montó 40 minutos del metraje.

Hay quienes incluso sostienen que la película que ha emitido Netflix tiene poco o nada de wellesiana y que fue un ejercicio en el que participaron diversos miembros del equipo, diluyéndose por tanto la posible atribución de autoría. Más allá de si Welles hubiese estampado su firma de director en la obra que se ha exhibido, lo que es imposible de saber, y más allá también del margen de discrecionalidad con que hayan actuado los responsables de la versión final, lo que se puede objetar es la idea de que se trate de una película ajena al universo del autor de El Ciudadano Kane.

Primero, porque se siente apegada a los temas y motivos wellesianos (el fin de una época, el poder que se desvanece, el declive vital, una extraña melancolía, la duplicidad, el desfile de máscaras, la evaporación del tiempo…). Segundo porque Al otro lado del viento es consecuente con diversos componentes del estilo visual y narrativo (iluminación contrastada, cortes y saltos rápidos, impresión de desorden) del cine de Welles, que aquí se llevan casi al extremo, sin que el relato deje de ser perfectamente legible. Aunque haya filmado a lo largo de varios años y con los actores en distintos momentos, el resultado ni es oscuro ni confuso. Tercero, porque la película está llena de referencias a la obra de Welles: Hannaford es un poco Kane y también Arkadin, Falstaff…, la acción se inicia con la alusión a un accidente mortal, se hacen referencias al pasado familiar como en los Ambersons, hay guiños a La dama de Shangai (los paneles que remplazan a los espejos, el relato del marinero), entre otras alusiones. Cierto que es menos prolija que otras (y no todas lo eran), que deliberadamente tiene un aire de “home movie” (como lo tiene We can’t go home again, de Nicholas Ray), y que se ha mantenido el aire descuidado de una película que se hizo a trompicones.

Pero eso le aporta, y no creo que uno fuerce la interpretación, ese aire casi espectral que la película tiene en sus dos niveles: el de la película que se filma, con todos los intérpretes en silencio (igual Oja Kodar cuando aparece fuera de esas imágenes), en una suerte de fantasmagoría erótica; y también en los curiosos personajes que van apareciendo fugazmente, casi todos con un aire freak (y un lado fellinesco) una y otra vez. No es una película de personajes, ni siquiera Hannaford (por contundente que sea la presencia de John Huston). Son como figuras un poco desdibujadas, como retazos de personajes en una vorágine que no conduce sino a la disolución. Un poco como las figuras del material rodado por Hannaford en el que no existen coordenadas narrativas claras a excepción del vínculo entre el motociclista y la india que representa Kodar. Todo el segmento de la fiesta de cumpleaños con el rol entre evasivo y displicente que caracteriza a Hannaford y con una construcción fuertemente descentrada y con constantes saltos de eje, está en consonancia con esa tónica fantasmal. Como si la sombra de Welles  no hubiese dejado de proyectarse hasta la etapa final del proyecto.

Sin duda, hay una conexión también con el cine de la época, con la idea de la muerte del cine y con el enrarecimiento de las formas narrativas. Hay un intento de diálogo con los nuevos cines a través de algunos de sus directores que Welles veía consonantes (empezando por Bogdanovich que, contrariado o esquivo está allí) o disonantes, como el Antonioni al que parecen evocar las imágenes del material filmado, concretamente el Antonioni de Zabriskie Point.

Y el diálogo se intenta también a través del mecanismo del road movie, muy común en esos primeros años setenta, tanto en el nivel del material filmado como en el del recorrido que realizan los miembros del equipo de un lugar a otro, de la sala de proyección a la fiesta y de la fiesta al autocine.

En fin, la película puede resultar frustrante o no gustar, pero no creo que se pueda discutir su carácter personal, con todo lo  extraña e “inconclusa” que pueda sentirse y con la convicción de que seguramente otro hubiese sido el resultado si Welles himself la hubiese terminado.

 

Isaac León Frías

 

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