Van Gogh en la puerta de la eternidad

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Hay un Van Gogh para cada época del cine. El de la era clásica llevó los rasgos físicos, la vehemencia y la furia de Kirk Douglas, el actor que lo representó en “Sed de vivir”, de Vincente Minnelli. El de la modernidad tuvo la timidez silenciosa del francés Jacques Dutronc, en “Van Gogh”, la gran película dirigida por Maurice Pialat. También el japonés Akira Kurosawa hizo un breve retrato del pintor en su película “Sueños”, con un Martin Scorsese de paso presuroso encarnando al artista pelirrojo.

Ahora es el turno de Willem Dafoe, que conduce al pintor a las puertas de la eternidad en este “biopic” condensado, ceñido a un período, el de la estancia en Arles. Su Van Gogh es impulsivo, arrebatado, reflexivo, de aire crístico, obsesionado por captar la esencia de la belleza de la naturaleza. Sus debates con el esquemático Gauguin (Oscar Isaac) sobre el papel del artista como mediador o intérprete de la belleza que ofrece la realidad tangible, o como creador de formas originales y alternativas, remiten a las agónicas discusiones del músico y su amigo en “Muerte en Venecia”, de Visconti.

Aquí, Van Gogh es un creador que la pasa mal, pero que la pasaría peor si renunciase a su oficio. Por eso, persiste en alcanzar la pureza de los colores, celebrando la intensidad de los amarillos y la luminosidad del ambiente. Y en enfrentar el quebranto emocional, porque la experiencia del artista es también la de la mortificación. Mientras tanto, es brusco con sus modelos e impertinente o malhumorado con sus visitantes, salvo con su hermano Theo, al que abraza de modo entrañable.

Willen Dafoe sostiene la película, a pesar del dolorismo invariable y, al cabo, monótono, con el que se carga al personaje. Le da solvencia, fuerza y carácter.

Y se impone al tratamiento visual, más bien literal y mecánico, al que recurre Julian Schnabel: la fiebre creativa se traduce en urgidos movimientos de la cámara en mano, empleo sistemático de la luz reflejada sobre el objetivo, desenfoques parciales del encuadre y anamorfosis. Los mejores momentos de la película no requieren de esa parafernalia visual; por el contrario, son aquellos en los que vemos al pintor reposando, conversando con su hermano o con el sacerdote que interpreta Mads Mikkelsen. La intensidad es, en esos pasajes, el producto de la combinación de los encuadres quietos y la convicción de los actores.

Ricardo Bedoya

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