Los imperdonables, por Emilio Bustamante

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Emilio Bustamante escribió este artículo sobre “Los imperdonables” en 1993. Estaba destinado a su publicación en la sexta edición de la revista El Refugio, que nunca llegó a salir. Ha sido transcrito por Emilio, con leves modificaciones, del original escrito en una máquina mecánica de aquellos tiempos.

Las películas de Clint Eastwood, en el curso de los años, han ganado en rigor y complejidad. Algunos críticos han creído ver en los más recientes filmes del director norteamericano una crítica implícita a los primeros que realizó y a algunos que lo tuvieron de protagonista. Sin embargo hay ciertas constantes temáticas, estilísticas e ideológicas que me hacen pensar que si bien la visión del mundo de Eastwood se ha enriquecido, en lo esencial no ha cambiado. Los imperdonables (Unforgiven, 1992) es de alguna manera el filme culminante en lo que se refiere a una concepción del western (y del mundo) ya enunciada en La venganza del muerto (High Plains Drifter, 1973) y El jinete pálido (Pale Rider, 1985). Como en estos, se hallan en él –aunque más sutilmente expresados- elementos fantásticos, románticos y gnósticos, así como un cierto fatalismo que alcanza a todos sus personajes y –por analogía- al país que dio nacimiento al género.

En la primera escena de Los imperdonables vemos una pobre cabaña, un árbol, y al pie de este un hombre solo que cava una tumba; sobre la imagen, un texto va apareciendo y nos cuenta la historia “inexplicable” de una mujer bella y buena que se casó por amor con un individuo muy malo, William Munny. La película establece así uno de sus ejes fundamentales: el del bien y el mal. A partir de esta introducción de leyenda empezamos a comprender que el bien y el mal pueden estar ligados, oscuramente, en la vida de los seres humanos. La atracción de los contrarios, de lo bueno y lo malo –en grado igual de pureza- es una de las ideas que obsesionó al romanticismo, y que se halla en varias de las explicaciones gnósticas de la creación del mundo.

Conforme avanza el filme vamos descubriendo que en todos los personajes –como si fuesen hijos de aquella primera unión-  habitan esas dos fuerzas. Sus acciones pueden parecernos, así, unas veces crueles y enfermizas, y otras movidas por una inclinación al sano obrar. Munny, en una de las más memorables escenas del filme, pide a gritos, sinceramente dolido, que atiendan al hombre que acaba de herir de muerte con toda intención. El sheriff Little Bill –de otro lado- actúa por lo general de un modo sádico, pero en procura de un objetivo noble: que su pueblo no se convierta en escenario de asesinatos. Por su parte, los vaqueros que han cometido el crimen inicial se muestran no solo temerosos, sino (por lo menos uno de ellos) arrepentidos. Las mismas prostitutas, víctimas cuya inocencia resaltan sus blancos ropajes, son capaces, no obstante, de ofrecer dinero por la muerte de dos hombres. El resultado es una galería de seres ambiguos, falibles, complejos, en una palabra: humanos.

A esta humanización de los personajes contribuye, parcialmente, la desmitificación del Oeste, de la que tanto se ha hablado respecto del filme. Las matanzas cometidas por Bob El Inglés y el propio William Munny, son objeto de versiones hiperbólicas y elevadas a un rango de “hazañas” por el escritor Beauchamp o el imberbe Kid. La visión que como espectadores obtenemos de los hechos y de los personajes nos revela, sin embargo, una verdad que nada tiene de gloriosa: los grandes pistoleros han actuado impulsados por el alcohol o el dinero, han matado a seres indefensos, y en sus famosos duelos dispararon a traición o los acompañó la fortuna.

Existe, sin embargo, una dimensión sobrenatural, inquietante, en Los imperdonables. Esta comenzamos a percibirla a partir de una cierta indefinición de la frontera entre la vida y la muerte. Como ocurre con el bien y el mal, la vida y la muerte también se confunden de manera sutil. Ya se ha observado en otras notas sobre la película que la imagen de los pistoleros a contraluz semeja la de fantasmas. Munny y Logan son figuras de otro tiempo, pistoleros retirados que vuelven a las andadas o cadáveres que retornan de la muerte para arrastrar consigo a los hombres. Sin embargo, los apreciamos también como seres vivos –a quienes une un afecto verdadero- cuyo oficio de asesinos no les agrada, y que sufren al tener que matar. Las fronteras –repito- no son claras; así como pueden los personajes transformarse ante nuestros ojos en fantasmas sin perder su condición vital, Munny dialoga con su ex esposa difunta y se refiere a ella como si aún viviera, para más tarde ir situándose paulatinamente entre este mundo y el otro, asumiendo finalmente –a su pesar- un rol no ajeno al del héroe clásico, marcado por la tragedia.

Gilles Deleuze ha observado cómo la soledad del héroe del Oeste se manifiesta en su verticalidad –semejante a la de las montañas-, opuesta a la horizontalidad de la comunidad y los valles. Tal verticalidad confiere al héroe un carácter divino, de intermediario entre el cielo y la tierra. Eastwood no es ajeno a  esta tradición. Ya en La venganza del muerto y El jinete pálido tal carácter del héroe, implícito en los westerns clásicos, lo hacía él explícito al conferir a los personajes que interpretaba un registro fantástico. En ambos casos se trataba de seres que retornaban de la muerte para cumplir un acto de justicia; la ambigüedad sobre su procedencia era mínima, e incluso descartada por los títulos de los filmes, lo mismo que su naturaleza: eran muertos que habitan el mundo de los vivos.

En El jinete pálido la magnífica presentación del personaje no admitía mayores dudas. La niña Megan tras haber enterrado a su perrito, llena de ira por los abusos del propietario Stockburn, pedía a Dios un milagro. En sobreimpresión, confundido con su rostro, surgía el cielo; la cámara bajaba de este hacia las montañas nevadas, seguía descendiendo y mostraba a un jinete que parecía salir de ellas. La imagen se disolvía y quedaba solo el rostro de la niña que terminaba su oración. Más adelante, la madre de Megan miraba sobrecogida al forastero desde su ventana a la par que su hija leía en voz alta un pasaje de la Biblia en el que se describía a uno de los jinetes del Apocalipsis, de caballo bayo y de nombre Muerte. La revelación de que el extraño personaje era un pastor religioso (un preacher) que, al mismo tiempo, era un pistolero, no hacía sino confirmarlo como un enviado divino portador de una muerte “justiciera”.

En Los imperdonables, la configuración del héroe como emisario celestial es más sutil, aunque no distinta en esencia. Munny sufre una muerte simbólica luego de la golpiza que recibe en el billar por parte de Little Bill. Pide, agonizante, a Ned Logan que no cuente a sus hijos las maldades que hizo, y habla de su esposa –por primera vez- como de un cadáver y ya no como de un ser vivo. En la secuencia que sigue, Munny despierta de día en las montañas. La blancura dada por la nieve y el cielo despejado contrastan con la oscuridad y la lluvia nocturna de las imágenes precedentes. La prostituta que lo atiende es la misma que ha sido cortada por los vaqueros. La visión que tenemos de ella es casi la de un ángel. Munny le confiesa que creía haber muerto. El paisaje nevado, la mención que Munny hace de su esposa fallecida –de nuevo como si aún viviera- contribuyen a crear una atmósfera de paz que, sin embargo, tiene algo de sepulcral: otra vez el límite entre la vida y la muerte es impreciso. La sosegada conversación que sostienen Munny y la prostituta siendo “real” puede sentirse al mismo tiempo como un diálogo entre ánimas. Las montañas nevadas con su connotación de frío-muerte, como en El jinete pálido, vuelven a ser –de alguna manera- el territorio del “más allá”, de donde el héroe retorna al mundo de los vivos para cumplir con su misión.

En adelante, Mnny será una especie de fantasma para sus enemigos, aunque nosotros –espectadores- seamos conscientes todos el tiempo de su humanidad, y, por tanto, de su vulnerabilidad. Ante Little Bill, después del asesinato del primer vaquero, los alguaciles logran describir a Logan y a Kid, pero no pueden hacer lo propio con Munny: de él no saben nada –dicen- pues “iba contra el sol”. En la secuencia final su aparición en el billar tiene mucho de terrorífica: la lluvia prefigura una vez más la muerte (esta vez no la suya) y él surge de entre las sombras, como si fuese un producto de los elementos al que animara una vida no orgánica. El desprecio que reconoce haber tenido por la vida orgánica (“de hecho maté a casi todo lo que se movía”, dice) parece ratificar su índole monstruosa. Cuando sale del billar, nadie se atreve a dispararle. Las frases que profiere suenan como las del ángel exterminador en el que se ha convertido.

Pero a diferencia del preacher (y del extranjero de La venganza del muerto), Munny no es un ser sobrenatural aunque lo parezca. Aquellos personajes de Eastwood eran invencibles y “se las sabían todas”, conocían su propia naturaleza y tenían muy en claro cuál era su misión; si alguno dudaba –como en el caso del preacher– era por temor a lo que pudiera ocurrir a la comunidad que debía proteger, no en cuento a su deber e invulnerabilidad. Munny, en cambio, actúa movido por fuerzas que no comprende y no puede controlar, aceptando fatalistamente su destino, que solo al final parece saber cuál es.

Cuando el Kid va a buscarlo, él niega ser un pistolero. Ha sido regenerado por su esposa (“ella me curó de la bebida y la maldad”, dice). Perpetró sus fechorías ebrio, no se daba cuenta de lo que hacía. Si acepta ir por la recompensa es para dar de comer a sus hijos, pues está fracasando en su nuevo oficio de criador de cerdos. El horrendo crimen que, le dice el Kid, han cometido los vaqueros le sirve de pretexto para convencer a Logan y calmar su conciencia. En realidad, se engaña, y lo notamos. No luce muy inteligente, es torpe en sus movimientos y le es difícil articular frases largas y coherentes. Hemos observado que el sol no le permite ver bien al Kid cuando este aparece por primera vez en el corral. A semejanza del muchacho –cuya miopía después conoceremos- Munny se mueve en tinieblas desde hace mucho. Los demás personajes hacen lo propio. El incidente mismo que provocan los vaqueros se produce en medio de la oscuridad –los espectadores apenas podemos ver lo que está ocurriendo-. Ellos también actúan a ciegas. El billar es iluminado rústicamente con antorchas; semeja una cueva y nos remonta a un estado previo a la civilización. Los hombres que cobija no parecen tener tampoco muchas luces.

Solo a partir de su muerte simbólica, Munny empezará a mirar los hechos con nitidez. Al respecto hay una escena brillante. Tras matar dolorosamente a los vaqueros, sin la menor heroicidad, Munny y el Kid aguardan en una colina la llegada de sus empleadoras con la recompensa. El Kid pasa, mientras bebe, de la euforia a la depresión, agobiado por el asesinato que ha cometido, y pregunta a Munny, esperando ser consolado: “Se lo merecían, ¿no es cierto?”; a lo que su interlocutor responde: “Todos nos lo merecemos”. (La frase recuerda la respuesta de Little Bill a una de las prostitutas cuando esta le increpa haber golpeado a Munny: “Has pateado a un hombre inocente”, dice ella; “Nadie es inocente”, contesta el sheriff. Y a la dada por Munny a Little Bill en la escena del clímax: “Yo no merezco morir así”, se queja el comisario; “No es cuestión de merecimientos”, arguye Munny). Ya a estas alturas Munny se ha dado cuenta de que todos tienen una culpa que pagar, unos matando y otros muriendo. Esa lucidez se expresa visualmente en la contemplación que hace del paisaje: la silueta negra de una amazona aparece en lontananza y se acerca a Munny y al Kid, oscureciendo la campiña; mientras el chico no ve la figura (pero sus remordimientos crecen, pauteados por el acercamiento de la misma), Munny lo hace con preocupación, como si reconociera en ella a una mensajera de la muerte. Finalmente, distinguimos a una palidísima prostituta vestida de negro, en una montura igualmente negra, que trae la recompensa a los pistoleros y les da –en efecto- la noticia del deceso de Logan.

Lo que sigue es solo la asunción definitiva por parte de Munny de su verdadera naturaleza y del rol de héroe-restaurador que estaba llamado a cumplir desde el comienzo, y que hasta ese momento se había empeñado en negar. Es a partir de aquí que cabe una lectura “religiosa” de los hechos. La matanza última viene determinada por una suerte de pecado original. Como todos los asesinatos, golpizas y vejámenes sucedidos durante la película, tiene un punto de inicio que no es el crimen de los vaqueros, sino la renuencia del sheriff a hacer justicia, con la complicidad de sus alguaciles y el dueño del burdel. Es esa falta de Little Bill la que desequilibra el orden y hace necesaria la aparición del héroe-restaurador característico del western.

La muerte de Logan impulsa a Munny a una venganza personal que, a la vez, lo convierte en ejecutante de la justicia divina, la misma que termina por cumplirse ante la defección de la justicia “oficial”. El desenlace pone en claro que la eliminación física de los vaqueros no borraba el pecado de origen; era necesario castigar al sheriff –principalmente-, a los alguaciles y al dueño del burdel, responsables de todas las muertes y abusos al haber –en un principio- mezquinado justicia a las prostitutas. Munny ahora lo sabe y es por eso que –al final- no solo ordena, bajo amenazas, que sepulten el cadáver de su amigo sino que invoca el respeto a las prostitutas.

El carácter de instrumento divino que adquiere el personaje no lo priva de su humanidad. Cuando sale del billar sabemos que sus enemigos podrían matarlo si estuviesen menos aterrorizados. Sabemos también que a Munny le pesa quitar la vida a los hombres; pero él, como los otros, no es libre: hay una voluntad superior e implacable de la cual depende. En el filme, el cielo –con excepción de la escena en que Munny despierta atendido por la prostituta en las montañas- adquiere todo el tiempo una pesadez ominosa tanto de noche como de día, sea que caigan sobre los hombres la lluvia o los rayos del sol.

Este determinismo está –creo- en el fondo de la ideología de Eastwood. Rige para él un destino marcado al que nadie puede escapar: se llega a la tierra con el pecado –la presencia del mal se halla en todos- y no hay perdón posible (de allí el título del filme). A cada quien le toca asumir el papel que le es asignado. No se debe alterar el orden establecido por un ser superior. Queda solo obrar con rectitud, equidad y austeridad, sin olvidar que todo en este mundo es perecedero (de allí la conciencia permanente de la muerte). Cualquier violación del orden acarrea un castigo, y existen seres señalados para ejecutarlo. Ignoro si Eastwood ha tenido una formación calvinista, pero me parece que hay mucho de ello en este filme, como también de romanticismo en su versión más atormentada y gnóstica.

Aunque extremando un poco el análisis, no quisiera dejar de mencionar una conexión que me parece encontrar entre el determinismo religioso muy norteamericano de las películas de Eastwood y el fundamentalismo que subyace las relaciones internacionales de los Estados Unidos en la era Reagan y post-Reagan. No olvidemos que el ex presidente solía decir que su país tenía una misión divina en el mundo. Una misión que Eastwood, sin duda, ve con pesar pero juzga ineludible. Como a Munny, a los Estados Unidos les resulta penoso y carente de toda gloria matar, pero ese es su destino, parecería decir Eastwood (los casos recientes de Irak y Somalia son hitos de una larga historia de intervenciones sangrientas). Los imperdonables es, desde el género, un filme eminentemente norteamericano que habla del país en que se origina. No es casual que los colores patrios engalanen el pueblo durante la paliza que Little Bill le propina a Bob El Inglés, y que a la imagen de Munny como ángel exterminador acompañe en un segundo término, tenebrosa, una ondeante bandera nacional. Desde su inveterado conservadurismo, Eastwood nos da en este filme una visión pesarosa de la naturaleza violenta de los Estados Unidos y el papel que –cree- le ha sido asignado jugar en nuestro tiempo por alguna fatalidad. Una visión desprovista de inocencia de quien a los 62 años ha alcanzado la madurez artística.

 Emilio Bustamante

3 thoughts on “Los imperdonables, por Emilio Bustamante

  1. Muy buen análisis el de Emilio y muy oportuna su publicación ahora que se proyecta en la sala azul del Centro Cultural de la PUCP una retrospectiva de la obra de Eastwood, presentada por la Filmoteca de esa casa de estudios.

  2. Magnífico análisis de una obra maestra como es Unforgiven. Es uno de los westerns que junto a The Searchers de John Ford y The Wild Bunch de Sam Peckinpah pueblan nuestros sueños y pesadillas más desoladas y oscuras plagadas de seres que no tiene, ni aspiran, a la redención.

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