Juliana, del Grupo Chaski, vuelve a los cines en una versión remasterizada. Estrenada en marzo de 1989, la película fue el segundo largo del Grupo Chaski, luego de la exitosa Gregorio. El texto que sigue es una adaptación de lo publicado en mi libro 100 años de cine en el Perú: Una historia crítica.
Miss universo en el Perú, mediometraje documental realizado en 1982, dio a conocer el Grupo Chaski, colectivo cinematográfico integrado, entre otros, por Fernando Espinoza, Alejandro Legaspi, Stefan Kaspar, René Weber, Oswaldo Carpio, María Barea, Susana Pastor.
Las manifestaciones de frivolidad y dispendio de un concurso de belleza, contrapuestas con la exhibición de una situación nacional depresiva, a causa de la recesión económica y la violencia interna, sustentaron este hábil documental que exhibía las lacras nacionales y denunciaba la indolencia de los gobernantes, la capacidad de la televisión para influir y modelar la conciencia colectiva y la aparatosa cursilería de una ceremonia trasplantada al Perú, con toda su ostentación de cartón piedra, desde algún auditorio de Florida.
Luego, la actividad del Grupo Chaski se abre al campo de la difusión cinematográfica, distribuyendo filmes propios y ajenos, nacionales y extranjeros, en barrios alejados de Lima o en otras regiones del país. Pero también, y sobre todo, se orienta a la producción y realización de cortos y largometrajes.
En el campo del corto destaca la serie Retratos de supervivencia, que busca registrar las imaginativas y a veces dolorosas formas y métodos con los que muchos peruanos intentaron sortear la inclemencia de la miseria endémica en la década de los ochenta, signada por la inflación y la muerte violenta.
Gregorio (1984) y Juliana (1989), sus dos Iargomctrajes, se hacen siguiendo similares métodos de trabajo. Ambas son responsabilidad de un comité de realización que se distribuye las tareas en el rodaje. Alejandro Legaspi (Montevideo, 1948) se encarga de la dirección técnica, reservándose Ias decisiones relativas al encuadre, movimientos de cámara, fotografía, entre otras. Stefan Kaspar (Biel, Suiza, 1948- 2013) oficia como director de producción, y Fernando Espinoza (Lima, 1942-2002) funge de director escénico, asumiendo la responsabilidad de la dirección de los actores.
Las películas trazan la crónica de la travesía urbana de un grupo de niños que sufren abandono material y moral, lo que les obliga a sobrevivir en Lima, dedicados a trabajos eventuales, hurtos, y otras modalidades de una picaresca nacional institucionalizada por la pobreza.
En Gregorio, la aproximación verista se impone. El “descender a la calle” para testimoniar los sobresaltos de la vida en la capital de la eclosión social es imperativa palabra de orden. Buena parte del metraje de Gregorio resume los modos de expresión de un realismo de primer grado, perceptibles en el diseño del proyecto, en el desarrollo de las acciones y en la textura de cada una de sus imágenes. El rodaje se lleva a cabo en el paisaje desbordado de la ciudad, presentado en oposición a aquel espacio desolado del campo andino, de donde emigra la familia de Gregorio, siguiendo la ruta de tantas otras familias en el Perú de la últimas décadas. Periplo individual que resume todo un destino social.
Refuerzan también la vocación realista tanto el anonimato de los rostros de varios de los actores (niños desconocidos, actores de teatro barrial o “de grupo”) como la intención de alertar a la conciencia dormida del espectador: Gregorio se ofrece como apelación cívica y denuncia de la suerte de aquellos niños que resultan víctimas de una sociedad que ha abdicado de una de sus obligaciones esenciales: el proteger a sus ciudadanos, en especial a los más débiles.
Gregorio registra con gran potencia documental las manifestaciones del maremágnum social que dio forma a la fisonomía de Lima en los años ochenta. Lo hace con la avidez de un testigo ocular, urgido por captar la inmediatez de su experiencia cotidiana. Esas cualidades testimoniales aparecen reforzadas por un estilo fotográfico que deja escaso lugar a la estilización. El Grupo Chaski acuña en Gregorio la imagen de una Lima apiñada, ruidosa, contaminada e inclemente. Para ello, recurre al uso recurrente del zoom, de las focales largas, del teleobjetivo, marcando los efectos visuales de extrañeza y chatura, de distancia y pérdida de control. La banda sonora pone lo suyo: la flagrante hibridez melódica de los ritmos tropicales urbanos, andinos, o la fusión de ambos, esa “chicha” siempre presente.
Sobreimpresa en ese flujo documental se desarrolla la historia del niño migrante que debe enfrentar a la ciudad hostil valiéndose de variados recursos de supervivencia, aprendidos en compañía de otros niños, igualmente marginados. Gregorio y sus compañeros se convierten en personajes de una ficción pero también en “casos” de un expediente sociológico.
Desde el inicio percibimos que el personaje de Gregorio es una suerte de retrato-robot de los menores que padecen penosas condiciones de vida. Migrantes mal avenidos con la gran ciudad, la cinta nos recuerda que Gregorio existe y está en las calles, que acaso habita en la puerta misma del cine en el que vemos la película. El guión se ofrece entonces como el soporte para un relato sobre la existencia, apetencias y fantasías de un grupo de niños pero también como el resultado de una encuesta, una investigación, un dossier sobre el caso-resumen y el personaje-tipo.
Como ocurre a menudo en estos casos, algo en la estrategia de la película transfierea un enojoso sentimiento de culpabilidad al auditorio. Frente a la potencia de lo verdadero y de cara a esa constatación de un problema casi endémico en el país, ¿cómo juzgar los desajustes de la película sin correr el riesgo de parecer insensible o indolente ante lo que vemos? Después de todo, el síntoma del fenómeno social es impulso y garantía de la autenticidad de lo mostrado.
La secuencia en la que los niños narran detalles de su vida mirando a la cámara e interpelando al espectador, en una suerte de confesión inducida o docudrama de la miseria, es la expresión cabal de los titubeos del método elegido. Por un lado, los realizadores neutralizan su presencia, haciendo que los protagonistas de la película se dirijan sin intermediaciones al público al que buscan informar, pero también sensibilizar y conmover. Por otro lado, y gracias al hábil dispositivo elegido -el registro cuasi periodístico de un testimonio de primera mano- la cámara franquea la aparente objetividad del reportaje para convertirse en personaje, reivindicando la intervención de ese grupo de cineastas que formula un alegato.
Y pese a que los niños son poco menos que víctimas ejemplares, sus intervenciones resultan cálidas y conmovedoras. Sus rostros y gestos se resisten a someterse a la sociologización del discurso, anteponiendo, con sus expresiones y voces, la carne y el espíritu del drama. Gregorio se ubica en la intersección de la ficción dramática y la simulación audiovisual de una grave situación social. Es una película que elige ser juzgada a partir de lo apriorístico y de los asuntos que pone en debate.
Juliana, en cambio, trabaja de modo más decidido la narración dramática. Desde el inicio, la exposición se desarrolla en torno a los elementos genéricos contenidos en Oliver Twist. La pandilla de niños ladrones sobre la que ejerce autoridad un jefe más o menos pendenciero o charlatán, remite al relato de Charles Dickens, inefable mezcla de picardía y melodrama. Juliana -Rosa Isabel Morfino, elegida con singular acierto-, es la niña que disfraza su identidad para hacerse aceptar en el grupo de pillastres.
De las posibilidades narrativas ofrecidas por la trama, Chaski excluye seguir la vía de las confusiones y equívocos propiciados por el travestismo de la protagonista, a la manera de Sylvia Scarlett (de George Cukor, 1936) o La Raulito (de Lautaro Murua 1974). Como en Gregorio, la decisión se orienta a acompañar a los chicos en su recorrido por la ciudad para diseñar, una vez más, la crónica y el reportaje de la Lima del descontrol.
Pero a diferencia de Gregorio, mucho mas apegada a las convenciones del realismo documental, Juliana se pliega a una visión más interiorizada del abigarramiento y luce un aspecto más ligero, jovial, colorido, lúdico, imaginario. La secuencia ambientada en el centro comercial, en la que los muchachos liberan su fantasía, transgrede con gran libertad el realismo puro y duro que era el rasgo estilístico central de Gregorio.
El Grupo Chaski preconiza, desde sus inicios, una actitud y una metodología ante el cine cercana a aquella que propusieron, juntos o por separado, Vittorio de Sica y Cesare Zavattini, figuras centrales del neorrealismo italiano de la segunda postguerra: “un cine responsable, lúcido, inmerso en lo cotidiano, con una estética de la cohabitación, de la convivencialidad, una creación colectiva incluso” (Barthelemy Amengual).
La mirada del grupo se afina al rastrear lo banal, lo menudo, la experiencia social compartida de todos los días. Ahí encuentran las bases de su estética, fundada en la expresión de lo real, lo auténtico y lo “social”. Sus películas postulan que las personas se asemejan en lo ordinario más que en lo excepcional. Y sin embargo, paradoja mayor, todos los protagonistas de Chaski terminan poseyendo una cualidad “heroica”. Los “sobrevivientes de oficio” acceden a la dignidad y hasta a la exaltación (cualidades de un heroísmo social anclado en la experiencia de vivir en un lugar y en un tiempo difíciles) gracias a la promoción del esfuerzo y el desafío a las privaciones cotidianas. Ahora bien, si Gregorio encuentra un paralelo en El lustrabotas (Sciuscia, de Vittorio de Sica, 1946), suerte de discurso del método neorrealista, Juliana se acerca a Milagro en Milán (Miracolo a Milano, de Vittorio de Sica, 1950): la conclusión de ambas se vuelca a lo maravilloso. En un ómnibus que ilumina la ciudad a su paso, Juliana y sus amigos entonan una canción de solidaridad. Nada ni nadie puede ya aprovecharse de la debilidad de esos niños que marchan juntos.
El final de Juliana logra transmutar el sentido de militante responsabilidad social del grupo realizador en un tónico humanismo, capaz de trocar la dialéctica de los contrastes sociales por la apelación a la fraternidad sin límites. Se imponen el acento jubiloso, el llamado aleccionador y la máxima de una infancia capaz de sobreponerse a cualquier adversidad siempre y cuando la unión derrote a la indiferencia. La conclusión, por cierto, disuelve el carácter revulsivo al que apuntan varias situaciones de la película. La mitología de la solidaridad universal se instala en el centro de un relato híbrido de afán testimonial y ensoñación de cuento de hadas con moraleja y subida al cielo final.
Ricardo Bedoya