“Jojo Rabbit” es una fábula sobre el crecimiento de un niño en tiempos de adoctrinamiento nazi. Es la Alemania de mediados de la primera mitad del siglo 20, cuando las hordas de Adolfo Hitler inculcaban el odio como parte de la formación de la niñez.
La película, en el inicio, apuesta por el humor y la sátira. En una de las primeras escenas vemos al niño apodado Jojo Rabbit con su amigo imaginario, un Adolfo Hitler de caricatura que también hace las veces de padre por procuración. El dictador le enseña al muchacho la forma correcta de saludar. Repiten varias veces el Heil Hitler mientras gesticulan, mueven los brazos y se agitan. El director Taika Waititi parece decidido a ridiculizar al poder y sus símbolos, llevando las cosas hacia la chacota. Luego, oímos la versión en alemán de una famosa canción de Los Beatles. Es como si las representaciones imaginarias de ese niño deslumbrado por las figuras de la esvástica y los estandartes nazis fueran similares a las adhesiones emocionales que lograron crear, décadas después, los símbolos de la cultura pop y sus repercusiones mediáticas. Recuerden “Privilege”, de Peter Watkins.
Pero ese lado cáustico y provocador, lástima, no dura mucho. Más allá de algunos gags y situaciones grotescas o inesperadas que funcionan (la explosión de la granada, los rasgos del personaje del capitán instructor), la película pierde filo conforme avanza.
El crecimiento del niño va acompañado por el descubrimiento de la verdadera actividad de su madre y la percepción de que los rasgos físicos de la muchacha judía refugiada en su casa no se ajustan a los de los ejemplares del bestiario que describen los breviarios de adoctrinamiento del régimen. La comedia zafada o furiosa se trasforma en un relato de aprendizaje cargado de las mejores intenciones. Se ablanda, se encarrila en lo previsible, desconfía en el poder del humor. Gana terreno la lección sentimental y la búsqueda del guiño de complicidad emotiva (el destino de la madre).
Solo la gracia de los actores principales salva a la película de ser una demostración didáctica sobre el espíritu de la inocencia y del amor redimiendo a un niño de la cultura del odio. Roman Griffin Davis, que hace de Jojo Rabbit, y Scarlett Johansson, en el papel de la madre, destacan tanto como Sam Rockwell, pero menos que Archie Yates (Yorki), el amigo de Jojo Rabbit, modelo de lucidez y gracia. Hacia el final hay un par de situaciones (no digo cuáles) que se resuelven a puntapiés. Pero a esas alturas la película ha extraviado ya su capacidad corrosiva.
Ricardo Bedoya