Luego de casi una década desde su realización, por fin se puede ver “La cosa” de Álvaro Velarde, que se exhibe en algunas salas alternativas. Velarde es un cineasta singular en el cine peruano. Apuesta a fondo por el trabajo estilístico y aquí su empeño es radical.
El siguiente comentario condensa lo publicado sobre el cine de Velarde en mi libro “El cine peruano en tiempos digitales”, editado por la Universidad de Lima en 2015.
“La cosa”, segundo largometraje de Álvaro Velarde, prolonga y radicaliza el juego de máscaras de su película anterior. Si en “El destino no tiene favoritos” los contrastes entre “realidad” y “representación” aparecen como un juego de correspondencias especulares, en “La cosa” toda la acción se desarrolla en el otro lado del espejo.
Desde los créditos iniciales nos introducimos en el artificio puro y duro. El sonido de un aparato de proyección y las rayaduras de una película de soporte fotoquímico nos introducen al ejercicio de comedia autoconsciente que evoca a un cine a la vez añejo y extravagante. Al terreno de películas como “Schuhpalast Pinkus” (1916) o “La muñeca” (“Die Puppe”, 1919), ambas de Ernst Lubitsch. Es decir, al dominio de la pantomima, la farsa, la irrealidad decorativa y un artificio en la representación que se admitía con naturalidad en el cine silente, pero que fue erradicado por el “realismo” del sonoro.
Aquí no importa la impresión de verosimilitud porque estamos ante un artefacto que muestra, desafiante, trazos de un expresionismo que se aboca a lo festivo y lo carnavalesco.
El disparate se impone. Los personajes tienen nombres absurdos; la historia del hotel costero cuya propiedad disputa la villana-bruja que reside en el faro, es un soporte narrativo tan frágil como delirante; el sonido está lleno de efectos de distorsión, como los de una radio del pasado.
Las maquetas y miniaturas hacen las veces de decorados auténticos; los actores gesticulan como bufones; el mobiliario parece sacado de una casa de muñecas; los colores chirrían y la animación en 2d y 3d se integra con naturalidad al conjunto porque todo en esta película, hasta los sujetos “reales”, parece impulsado por un rudimentario engranaje de cuerda.
Lo mismo pasa con el encuadre, que es más bien un escenario o, mejor, un dispositivo de visión más, un agujero que permite asomarnos al retablo de las marionetas. Teatro grotesco de plataformas múltiples que contemplamos también a través de prismáticos, o de ventanas que se abren hacia un juego de falsas apariencias, de trampantojos, o enmarcados por unas olas animadas que van y vienen marcando las etapas del relato.
La edición añade ilusión al artificio. Las transiciones se realizan mediante formas de paso arcaicas. Es una sintaxis que resucita el iris, los barridos, las cortinillas verticales y horizontales, a la manera de una celebración “retro”. Los fundidos de cierre al verde fosforescente completan la faena.
En esta fantasía barroca que mezcla el afán burlesco con la caricatura y el absurdo, Velarde recurre a algunos ingredientes narrativos empleados en “El destino no tiene favoritos”. Crea el suspenso a partir de un vocablo que se repite una y otra vez, a la manera de contraseña, y que parece conducir hacia algún derrotero argumental, aunque no necesariamente sea así. La “cosa”, como los “pollos”, de su película anterior, es el elemento que organiza la intriga.
Pero a diferencia de “El destino no tiene favoritos”, cuya narración fluye con gracia, en “La cosa”, el desarrollo del relato se lastra, se detiene, gira en redondo, multiplica incidentes secundarios que son un mero pretexto para lucir tal o cual elemento escenográfico o de vestuario; se ensancha pero no crece.
Ricardo Bedoya