El cine de todos los días: primera semana de marzo de 2020. Juan M. Bullitta, Alejandro Amenábar, José Luis Garci, Clarisa Navas, Samuel Kishi, Camilo Restrepo, John Farrow, Kinuyo Tanaka

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Inicio este diario de cine que pretende comentar, de manera fragmentaria y poco sistemática, algunas películas vistas, libros o artículos leídos, y hechos vinculados con el cine según vayan ocurriendo. Ojalá la periodicidad pueda ser semanal. O, acaso, quincenal. Espero poder cumplir con alguno de esos plazos.

El cine fantástico es como una gran esponja. Absorbe de inmediato las preocupaciones y debates de la época y las convierte en ficción. “El hombre invisible”, Gretel y Hansel” y “Presencias del mal” se apropian de viejos relatos de H.G. Wells, los Hermanos Grimm y Henry James, para examinarlos desde otras perspectivas. En ellas encontramos protagonismos de mujeres en tránsito de dejar el hogar, el trabajo anterior o las zonas protegidas, para encarar la violencia masculina, real o espectral, y para cotejarse con ellas mismas, saliendo del umbral, del bosque y sus amenazas, en el caso de Gretel. De las tres, “El hombre invisible” resulta la más lograda. Las otras arrancan con seguridad, pero pierden el aliento y la compostura en el camino.

Leo en El Comercio del jueves 5 de marzo un comentario de la interesante novela “Sueños bárbaros”, de Rodrigo Núñez Carvallo, que recrea, en clave ficcional, el mundo de la cinefilia limeña de hace algunas décadas. Algunos personajes aparecen en la novela con sus verdaderos nombres, como Juan M. Bullitta. El crítico de El Comercio, al mencionarlo, señala que fue “el André Bazin cholo”.

El apunte puede resultar ingenioso, pero es totalmente equívoco. Bullitta estuvo en las antípodas de Bazin.

Si algo distinguió a André Bazin como ensayista y crítico de cine fue su preocupación teórica, su filiación a corrientes de pensamiento que le proporcionaron herramientas conceptuales en su acercamiento al cine y a su preocupación por desentrañar la “ontología de la imagen fotográfica” y las bases del realismo cinematográfico. Nada tan alejado de Bullitta como esos afanes. Juan era un crítico instintivo, pasional, temperamental, impresionista. Eso distingue su perfil y asegura la vigencia de sus artículos.

Si tuviera que hacerse un paralelo, el gesto crítico de Bullitta estaría cercano más bien al de Truffaut escribiendo en la revista “Arts” entre 1954 y fines de 1957. Ahí se encuentran algunas críticas rabiosamente subjetivas y provocadoras del autor de “La mujer de al lado”, en el estilo que cultivaba Juan M. Bullitta, siempre refractario a los sistemas de interpretación y a las disciplinas teóricas. En verdad, refractario a cualquier disciplina.

Dos películas españolas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias. La primera, “Mientras dure la guerra”, de Alejandro Amenábar, resulta decepcionante. Es ilustrativa y aplicada hasta el didactismo y el acartonamiento. Más atractiva es “La trinchera infinita”, que se puede ver en Netflix. Apuesta con seguridad al suspenso, a la estrechez de los espacios y al clima de claustrofobia que soporta el “topo” interpretado por Antonio de la Torre.

Otra española, “El crack cero”, es la mejor película de José Luis Garci en mucho tiempo. Acompaña la pesquisa de un detective privado que está de vuelta de todas las ilusiones y entusiasmos. En un blanco y negro austero, para nada preciosista, Garci remite al cine del pasado, pero sin guiños complacientes ni regodeo en la nostalgia. Cine de personajes, acierta en trazar los retratos de cada uno de los sospechosos con trazos escuetos. La recreación digital del centro de Madrid de 1975, en los días previos y siguientes a la muerte de Franco, es un punto fuerte en el logro de la atmósfera propia de un auténtico “film noir”.    

Veo tres películas latinoamericanas que pasaron en la reciente Berlinale.

“Las mil y una”, de la argentina Clarisa Navas, sigue las trayectorias de una joven por el barrio de Las mil, en Corrientes. La búsqueda de la identidad sexual de una adolescente, la historia de su atracción por una chica mayor y las relaciones con unos primos que están en su propio proceso de búsqueda, son las situaciones centrales. Navas privilegia los dilatados planos de seguimiento, hechos con la cámara en mano, que permiten descubrir también las calles y los recovecos de la ciudad. La impronta de los trávelin de las películas de Eduardo Williams se deja sentir –aunque sin la amplitud globalizada de ellos- y los diálogos tienen una notable frescura, desparpajo y franqueza. El lenguaje marca la posición social y las incertidumbres de los personajes, esos jóvenes de una clase media empobrecida. Es una suerte de neorrealismo “queer” que no le hace ascos a ciertos elementos de las películas de aprendizaje adolescente, con primer romance incluido. 

“Los lobos”, del mexicano Samuel Kishi, remite a “The Florida Project” en su presentación de los afanes de una madre migrante que se las agencia para trabajar dejando a dos pequeños hijos en una habitación alquilada. El retrato de la trastienda del sueño americano va aparejado con la observación del comportamiento de los chicos, de sus juegos y gestos de rebeldía y hartazgo. El énfasis de la música de fondo carga las tintas y aporta un dramatismo que chirría.  

La colombiana “Los conductos” (en la foto), de Camilo Restrepo, quiebra el relato tradicional para convertirlo en testimonio personal, fábula y ensayo audiovisual. El protagonista es un joven que escapa de un pasado de abusos en una secta religiosa que también podría ser una organización política, o una representación alegórica del país mismo. Esa indeterminación, acentuada por la naturaleza de las intervenciones del narrador, remite a un malestar genérico ligado a una violencia que tiene muchas expresiones, ya que no solo es política. Este es un retrato fracturado de la marginación social, lo que explica el efecto de espejo trizado que muestran sus imágenes, limitadas por las proporciones de un encuadre ceñido a la ratio más tradicional. Las acciones las vemos fragmentadas, incompletas, partidas, acotadas en planos cercanos, como si fuesen piezas esperando ser puestas en orden. Orden imposible, ya que todo reposa sobre un equilibrio precario.    

“Alias Nick Beal” (1949), de John Farrow, es una película singular. Tiene la atmósfera de un “film noir”, pero se desliza hacia el terreno de lo fantástico. Políticos corruptos, trampas y chantajes, entre otros crímenes, son promovidos por Satanás en persona. Ray Milland lo interpreta apareciendo y desapareciendo del encuadre en forma sigilosa y con cierto aire de cinismo canchero.       

Cierro la primera semana de marzo volviendo a ver “Los pechos eternos (1955) y “Ha salido la luna” (1955), dos obras maestras de Kinuyo Tanaka, actriz y directora clave del cine japonés, y del cine a secas.

“Los pechos eternos” es, qué duda cabe, una de las películas más emocionantes que se hayan hecho. La secuencia de la protagonista viendo el traslado de un cadáver hasta la morgue del hospital, enfrentando así su futuro próximo, es un momento cumbre del cine. Solo Maurice Pialat, en “La gueule ouverte”,supo filmar la muerte así, de frente.  

 

Ricardo Bedoya

         

 

 

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