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No pretendo en lo más mínimo convertir mi caso en uno de privación extrema y menos de martirologio. Por favor, habiendo tantísima gente que sufre los rigores del contagio, de la falta de ingresos y de alimentación, lo primero que uno tiene que hacer es reconocer su condición de privilegiado, a pesar de mis recursos menguados por la pensión de jubilado que recibo, aunque como lo saben quienes me conocen, no me siento ni espero sentirme jamás un jubilado porque sigo haciendo lo que siempre hice: ejercer la docencia, aunque ahora de manera menos estable, ver cine y escribir de cine, viajar a festivales o a presentar mis libros o a exponer ponencias, etc.
Ya lo he contado otras veces: mi primer contacto infantil con el cine fue un deslumbramiento o una epifanía, como se estila decir en estos tiempos. La visión de Tambores apaches (Hugo Fregonese, 1952) marcó el curso de mi vida. Desde allí no me pude despegar del cine, es decir de las películas vistas en salas.
Mi experiencia inicial de varios años fue exclusivamente la del espectador en esos recintos. La televisión se instaló en Lima cuando yo contaba 13 años y, claro, no pudo remplazar en absoluto el atractivo de la proyección en los cinemas. Desde 1960, es decir hace 60 años, cuando tenía 15, se da inicio a una segunda etapa: un promedio anual de 120 estrenos en salas (por varios años no menos de 150) a lo que se va sumando lo visto en otras salas no comerciales que asciende progresivamente. Hacia 1965, el año del nacimiento de la revista Hablemos de Cine, paso a ver no menos de 300 películas por año, sumando los estrenos y las proyecciones en los activos cine-clubes de esos años.
Más adelante, los festivales dentro y sobre todo fuera del país, las 24 visitas en años distintos por un mínimo de dos o tres semanas a ese gran festival permanente que era (y ha seguido siendo hasta antes de la llegada de la plaga) la cartelera parisina, hicieron que el promedio anual de lo visto ascendiera a 350-400 películas por año y eso siguió así ininterrumpidamente hasta el 2019 y se proyectaba para el 2020.
Hace menos de dos meses, a 24 horas del inicio de la cuarentena, regresé del Festival de Cine de la UNAM, de Ciudad de México con la intención de ver cuatro estrenos recientes que, con pesar, y debido a la cuarentena, no pude llegar a ver (El precio de la verdad, de Todd Haynes, la argentina El robo del siglo, de Ariel Winograd, Los caballeros, de Guy Ritchie y la noruega El túnel, de Pal Oie) y, con el pasaje ya comprado, viajar el 15 de marzo al BAFICI bonaerense que, por supuesto, terminó suspendiéndose. El confinamiento me tomó un poco de sorpresa y no fui consciente de la gravedad de la situación hasta que pasaron algunos días y las cifras de afectados aquí y allá empezaron a producir alarma.
No me voy a quejar del encierro obligado porque estoy con Rosita, y nuestras hijas Tere y Mati, y tratamos de aprovechar y también compartir los tiempos de la mejor manera y porque tenemos la suerte de contar con una casa y con jardin, lo que permite mirar el cielo celeste como nunca de las últimas semanas, caminar un poco como si lo hiciéramos fuera, aunque sea dando vueltas o subiendo y bajando escaleras, entre otras ventajas del espacio. Yo leo, escribo, dicto algunas clases on line, he terminados de cerrar dos libros (La revolución de Netflix en el cine y la televisión; y Desde la ventana indiscreta) y voy culminando la tesis de Maestría en la que estoy empeñado porque quiero seguir ejerciendo la docencia universitaria y ahora la Maestría es una condición ineludible. Y veo películas, qué me queda, en la pantalla de televisión (dvds, youtube, Netflix), con Rosa y, sobre todo, con Mati, que es mi aliada cinéfila en casa, y dispuesta a ver obras de cualquier época o procedencia, una ventaja invalorable que sin duda ofrece el medio digital.
Pero no es lo mismo. Yo debo ser el último cinéfilo apegado a la proyección en pantalla grande, al menos aquí en el Perú (junto con mi buen amigo Guillermo Niño de Guzmán, que ni siquiera tiene un televisor) y siempre me resistí a ver películas en casa, salvo si se trata de verlas para el comité de programación del Festival de Cine de Lima, para preparar una clase o un texto y ocasionalmente una que otra, muy pocas en realidad, porque trato de ver en pantalla grande, y no de salas comerciales, incluso algunas películas de Netflix, además de las que han tenido un estreno de pocos días como Roma, El irlandés o Historia de un matrimonio. No por un asunto de purismo de espectador o de principio inquebrantable, sino por una cuestión de gusto, de disfrute, de vivencia placentera. Supongo que tiene que ver con el hecho de haber disfrutado desde niño de ese modo de verlo que para mí es intransferible. No me puedo relacionar con las películas de la misma manera si no las veo en pantalla grande. Nunca como en estas semanas he visto tantas películas en casa sin necesidad de hablar o de escribir de ellas y trato de verlas con la mejor disposición, sin lamentarme ni estar diciéndole a nadie, ni siquiera a mí mismo, por qué no la vi en pantalla grande.
Pero no es lo mismo. Para mí ir a ver las películas al cine es sentir una mezcla de ansiedad, expectativa, alegría e ilusión, la misma que he sentido a los 7, 15, 20 o 50 años, que no ha disminuido en nada a pesar del correr del tiempo, y que no la vivo del mismo modo frente a la computadora o a la pantalla de televisión. Puedo ver las películas con atención e interés, y emocionarme ante las imágenes de Stella Dallas, de King Vidor (en la foto), Sucedió aquel día, de Henry King , o Los tres padrinos, de John Ford, que he visto con enorme placer en estos días, pero me falta la adrenalina de prepararme, trasladarme, llegar al cine, ingresar a la sala, ver la película en la oscuridad de comienzo a fin, etc. Es verdad que ahora uno tiene al alcance, no todo el cine del mundo, pero sí una enorme cantidad de películas, imposibles de alcanzar de otro modo, en la computadora, en una tablet o en la televisión. En esa cinemateca gigante que se activa con un clic y que permite que las nuevas generaciones puedan empaparse, si así lo quieren, de una enorme porción del mejor cine de todos los tiempos y eso es inapreciable.
Pero no es lo mismo. A mis 75 años se corta una racha ininterrumpida que se inició en 1952 y de la que yo esperaba su continuación por mucho tiempo más. ¿Quién podía imaginarse hace unos pocos meses que sobrevendría una pandemia y que, entre otras cosas mucho más serias y graves, nos íbamos en quedar en cuarentena y las proyecciones públicas iban a suspenderse? No lamento tanto que se interrumpa una suerte de record cinéfilo o que se manche mi curriculum vitae de frecuentador de salas. Lo que siento (adicción es adicción) es que se corta ese lazo nutriente que me ha mantenido apegado desde esa lejana niñez al espacio de las pantallas grandes y que, supongo, hace que se conserve en mí una especie de llama infantil en mi contacto con el cine, que es la del aficionado compulsivo.
Espero y confío que la peste desaparezca lo antes posible para el bien de la humanidad y que, entre otras actividades sin duda más urgentes y apremiantes, se reabran los cines para el disfrute de muchos y para que los cineastas (los de aquí y los de todas partes) puedan ver y hacer ver sus películas tal como las han concebido, es decir, para las pantallas grandes en primer lugar. Espero y confío, no sé cuándo, retornar a las salas, entre ellas a las indispensables sala Azul del CCPUCP y Ventana Indiscreta, de la U. de Lima. Y también emborracharme (borrachera cinematográfica) con las 4 o 5 películas diarias que veo en los festivales (pocos, muy a mi pesar) a los que suelo asistir anualmente o a otros a los que, eventualmente, me invitan. Aunque admito que es muy posible que siga más adelante viendo cine en casa, de preferencia con proyector y con écran, como he deseado (y todos en casa) desde hace tiempo, sin encontrar el espacio idóneo para ello.
Cierro este relato que quise titular Las tribulaciones de un cinéfilo en cuarentena y del que he preferido quitar lo de tribulaciones, pues esas son las que padecen las mayorías. No son tribulaciones ni mucho menos las mías. Léase como una experiencia tal vez singular, aunque no especialmente rara o extraña. No dudo de que muchísimos otros en el campo del arte, del espectáculo, del deporte, de las profesiones liberales y de tantas otras la estén pasando realmente mal (que no es mi caso), no necesariamente en términos económicos, sino por la desconexión forzada con aquello que les da sentido a sus vidas. No me quejo y no quiero sonar a Maki Miro Quesada lamentando los infortunios de tener que cocinar en su casa y limpiar los excrementos de sus perros.
Isaac León Frías