No está completa la evaluación de lo que se ha puesto de manifiesto en el rechazo del documental Hugo Blanco. Río Profundo, si no se consideran las razones que están detrás de ese cuestionamiento a la película de Melina Martínez y a la Ley de Cine peruana, aun cuando en este caso el aporte haya sido menor al de los proyectos que reciben premios para ser producidos. Con la aclaración adicional de que esos premios usualmente no cubren la totalidad del presupuesto.
Aquí está de por medio un asunto de fondo que se arraiga en las visiones, finalmente político-ideológicas, de lo que el Estado debería promover y molesta mucho a ciertos sectores que reciban premios proyectos o películas que realzan figuras de luchadores sociales o de movimientos sociales. Si las películas premiadas hubiesen sido hechas a favor de Grau, Bolognesi, San Martín o Ramón Castilla, esos sectores no se hubiesen pronunciado. Pero que sean Javier Heraud, Hugo Blanco, Velasco Alvarado y la Reforma Agraria los elegidos como personajes eriza a muchos.
No voy a entrar aquí en el debate de un asunto que, ciertamente, trasciende ampliamente el campo de lo cinematográfico, sino simplemente poner de relieve un asunto polémico, causante de muchas fricciones y desacuerdos. ¿Por qué se llevan adelante esos proyectos premiados u otros similares en los que se plantea de una u otra manera la reivindicación social de los pobres o los marginados del sistema? No es por una concertación partidaria, y menos por el supuesto sesgo izquierdista que algunos le atribuyen al gobierno de Vizcarra. Es porque esos son los proyectos que se presentan. Con la misma legitimidad se podrían presentar otros en los que se despliegue una mirada radicalmente distinta de las figuras de Heraud o Hugo Blanco. Si eso no se hace o no se ha hecho, no se puede por ello invalidar que la tónica dominante en la visión de los realizadores que se acercan a esos personajes o temas y muchos otros igualmente polémicos (la equidad de género, la lucha contra la discriminación racial, la defensa de las minorías sexuales y de los que tienen habilidades distintas…) sea la de reforzar la visión de una sociedad más justa y solidaria. Yo soy de los que opina que por allí va el curso de la historia y no para construir un mundo comunista (ni el modelo soviético, ni el chino ni el cubano ni el chavista), como a veces se afirma con muy poco razonamiento, sino uno cada vez más democrático, integrado y equitativo.
Y así como me sumo a la corriente de quienes favorecen esa dirección de apertura por la vía de la argumentación, el diálogo, la persuasión, la protesta o la movilización social dentro de los cauces no violentos, así también cuestiono, como lo vengo haciendo hace tiempo, las ortodoxias, los purismos, las militancias cerradas, ese comisariado moral y político al que aludía Bedoya en el podcast Páginas indiscretas sobre censura en el cine. O en otras palabras, eso que se conoce como lo políticamente correcto cuando es llevado a un extremo de intransigencia, como el de quienes pretenden borrar, por poner un ejemplo, ya no de los mensaje o de las representaciones públicas, sino del propio lenguaje familiar referencias afectuosas a rasgos de color (si no puedo decirle, so pena de contribuir al racismo, negrita a mi hermana, hija o amiga, tampoco puedo decirlo gringo o colorado a nadie), talla, grosor u otros. Lamentablemente, algunos quisieran llevarnos a la dictadura de la corrección y a eso hay que oponerse y con tanta energía como la de remar a favor de una sociedad mejor de la que tenemos.
Que se hagan películas polémicas, con las que, por tanto, no todos estén de acuerdo, en buena hora. Que se debata sobre ellas, mucho mejor. De eso se trata: que no se oculten los asuntos que son o pueden ser materia de discusión. Que se abran a los interrogantes y a los cuestionamientos. Y que no se le niegue al Estado la función de apoyar películas (y obras artísticas y empeños culturales), pero no solo al Estado. Una buena ley de cine debería crear condiciones para que las instituciones privadas participen también en la gestión del apoyo a proyectos y obras que de otro modo no existirían o a quienes mucho les costaría existir. Desde las instituciones que de por sí realizan una misión educativa y cultural en el campo privado (universidades, museos, fundaciones…) hasta aquellas que forman parte del sistema productivo, es decir, cualquier empresa minera, agroindustrial, industrial, comercial, de comunicación y otras. Se hace necesaria una ley de mecenazgo efectiva, como existe en otras partes, de modo que el Estado no sea el único proveedor local de fondos para las producciones que podemos llamar independientes y que no apuntan a un mercado masivo. Es verdad que este no es el momento oportuno, pero es un objetivo a lograr en el plazo más próximo posible. Igual que el cambio o, al menos, el mejoramiento de la actual ley de cine.
Isaac León Frías