Después de los juegos y antes de la revolución.

“Los juegos del hambre: Sinsajo, parte 1” está en tierra de nadie, y se mantiene ahí. La parábola política se define  (es inevitable pensar en las revueltas derivadas de conflictos raciales, incluida la de Ferguson, en algunos momentos) y la manipulación mediática se convierte en una fabricación descarada, con los bandos opuestos inventando estrategias que ya las hubiera querido el personaje de Gael García Bernal en “No”, de Pablo Larraín.

Lo mejor es, como siempre, Jenifer Lawrence, más estresada que otras veces, tal vez porque llega maltratada de los juegos y busca a su querido Peeta. Y el personaje de Elizabeth Banks, que lo alborota todo con su obsesión por el “buen ver” y el estilo más “chic” para hacer la revolución. Una revolución que sí será televisada y deberá ser glamorosa.

Pero mientras llega, este Sinsajo 1 se desarrolla entre las sombras, la inercia y el desastre. El Distrito 13 tiene presencia visual pero el resto de la película parece ambientarse en bunkers o alcantarillas, con su estilo fotográfico apagado, casi desmayado.  Ni los exteriores tienen brillo.

La película, durante dos horas, desenrolla un hilo interminable, el de la búsqueda de Peeta, que anda ya con el cerebro lavado y pasteurizado por el Capitolio. Jennifer lamenta su pérdida, clama por él, se sacrifica en su nombre, gimotea y persiste. Y canta, en la mejor secuencia de la película, “El árbol del ahorcado”, mientras sobrevuela un sinsajo. Su dolor es intenso, pero ahí queda todo. Las acciones giran en redondo y la película se estanca.

Hacia el final, un guiño a “Zero Dark Thirty”, con comandos en acción en plena oscuridad, le dan algo de tensión a la ordalía de Katniss Everdeen.  

Philip Seymour Hoffman luce apagado, siempre en segundo plano. Esta es otra de sus películas póstumas.

A pesar de sus altibajos, “Los juegos del hambre” es la mejor franquicia basada en novelas para adolescentes.

 

Ricardo Bedoya