Paddington

Otro migrante peruano en el cine internacional.

Este no vive (o malvive) en los alrededores del barrio del Abasto de Buenos Aires, como en las películas argentinas; ni es empleado de una familia, como en las chilenas. El oso Paddington sale de la Amazonia peruana a causa de un cataclismo natural y se dirige a Londres, en busca de un explorador de la Sociedad Geográfica que, cuarenta años antes, conoció a sus tíos, dos apacibles osos selváticos.

Como E.T.  Paddington busca refugio, lejos de su casa. Y lo encuentra en un típico hogar británico, conformado por un papá más bien timorato, una madre acogedora, una hija vergonzosa y con la rebeldía de la pubertad, y un hijo que proyecta ser astronauta. Y de esta familia modélica solo se puede esperar un comportamiento ejemplar.

Y eso es lo que ocurre. Luego de algunos desajustes, producto de desastres causados por un locuaz Paddington pre-moderno, la “buena onda” hacia los inmigrantes se impone. La corrección del “mensaje” es inequívoca.

Pero más allá de las buenas intenciones, hay que decir que “Paddington” es una película estimable, divertida, de un acabado visual perfecto y que se cuida de caer en la blandura o la ternura ñoña. Por el contrario, el humor tiene malicia, Paddington puede ser agradable, pero también impertinente y hasta odioso, y se suceden guiños ingeniosos a mil películas, desde “Misión imposible” hasta “Mary Poppins”, “La invención de Hugo Cabret” y “Delicatessen”, pasando revista, por cierto, a los retablos y miniaturas de Wes Anderson.

La formidable imaginería digital de “Paddington” no solo hace convivir al oso con los actores de carne y hueso, sino que reinventa un Londres de colores pastel y perfecta irrealidad.  

Hacia el final, una imagen nos hace retornar a la selva peruana, convertida en una suerte de moderno “resort”. Como para que llegue Indiana Jones.

Ricardo Bedoya

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