Miedos susurrados

“Murmullos en un corredor distante” es el título de un ensayo de Bertrand Tavernier sobre la obra de Jacques Tourneur.  Esas cinco palabras designan los componentes esenciales del estremecimiento,  la inquietud, la desazón o el extrañamiento que puede provocar una secuencia, una imagen o el momento de una película, más allá de su filiación en un género determinado.

Los murmullos remiten a una presencia material, una textura sonora que se prolonga en el tiempo. Cualquiera que sea la naturaleza de su emisor, se trata de un sonido continuo, de volumen escaso y percepción esquiva.  El sonido que desubica y confunde.   Y si los susurros provienen de un corredor distante, la impresión del tiempo se alía a la del espacio. La dimensión de un lugar habitado por sonidos que no tienen fuente o que llegan desde una ubicación incierta, adquiere un carácter hechizante.  La clave del estilo “fantástico” de Tourneur se asienta justamente en esa modulación de la voz humana en clave de susurro permanente, de diálogos murmurados desde el  costado sombrío de lo visible.

Cuando pienso en los momentos que más me estremecieron o inquietaron en una película, la asociación entre el susurro, el lamento, las palabras murmuradas, la melodía de una canción que llega desde lejos, o los sonidos modulados en su clave más baja, se asocian a espacios particulares, alejados de cualquier figuración realista, reductos de una percepción ensimismada. El miedo como tratamiento modulado e impresión apaciguada y no como el producto de las convenciones y retóricas de un género.

 

El río protector

 

Pienso, por ejemplo, en el refugio encantado de los niños perseguidos en “La noche del cazador”, esa lancha que avanza por el río mientras escuchamos la voz quebradiza de la chiquilla mientras canta. El río atravesado por la luz de la luna es el gran corredor lejano donde los ecos naturales reverberan. La fotografía de Stanley Cortez potencia la artificialidad de la imagen alumbrando los “exteriores” con la cualidad de luz controlada, de contrastes marcados, propia de la iluminación de interiores. A la manera de un cuento ingenuo pero a la vez negro, de trazos góticos y expresionistas marcadamente estilizados, Charles Laughton muestra, en el mismo campo visual,  a la inocencia discurriendo en paralelo con lo peor de la condición humana.

En el recorrido, los niños descubren y enfrentan al ogro de todos los cuentos que encarna Robert Mitchum. En un momento del filme, el chico se refiere al codicioso predicador y dice: “Él nunca duerme”.  Al reparar en esa capacidad sobrehumana, el niño lo “monstrifica”, se separa de él, lo deja al frente y le teme. Y los espectadores le tememos también porque su ubicuidad –otro rasgo de su dimensión casi mítica y terrorífica- semeja a la de una sombra persistente de la que no podemos desligarnos, que enfrenta al bien y al mal en el mismo cuerpo y se proyecta como horizonte inevitable para todos los adultos (padre y el “padrastro” caen en desgracia por su fijación con el dinero), recordándonos acaso algún costado incómodo de nosotros mismos o apuntando al destino que tal vez alcance a los niños al crecer.

La secuencia de la deriva por el río en “La noche del cazador” nos llena de temores. Ahí, en ese momento de aire nocturno y encantado, los niños protegen un último reducto de su propia y amenazada humanidad: se adormecen y acaso sueñan como un modo de resistir al monstruo insomne. Se oponen, desde la fragilidad del sueño plácido, a la potencia de la pesadilla.    La telaraña, la rana y las plantas que se estremecen por el viento, frágiles presencias de la orilla, son garantes naturales de esta ensoñación de apariencia lírica y trasfondo turbulento.

 

Asa, Nisi, Masa

La misma fusión entre una entonación particular y un espacio físico lo encontramos en la desasosegante escena de la frase “Asa, Nisi, Masa”,  pronunciada por los niños de “8 ½”, de Fellini. Frase misteriosa, vinculada en la película a la memoria suscitada en el protagonista por la actuación de un mago. Algunos la han descifrado como un fraseo lúdico y descompuesto del término “Anima”, dada la admiración del director italiano por la obra de Jung, y otros la han visto como el “Rosebud” felliniano, una incógnita que al despejarse permitirá la lectura en otra clave de la filmografía completa del director. 

 

La verdad, nunca me ha preocupado acceder al sentido oculto de esas tres palabras mágicas. Lo que importa es el fraseo casi musical con el que son dichas por los niños, su carácter incantatorio, la frecuencia acezante con la que se pronuncian. Ello suscita, en el momento en que oímos las palabras, una extraña sensación de ritualidad, de conjuro mágico, de invocación de iniciados en algún culto secreto, de abracadabra, de llave de los sueños, de frase de ilusionista, de ábrete sésamo.  

Si corrigiéramos la linealidad quebrada de la “puesta en abismo” de ”8 ½”, el clamor sordo del Asa, Nisi, Masa debería anteceder a los gritos y las demandas de los escolares a la Saraghina. Claro, la insistente invocación es propia de una infancia aún tutelada que no obedece órdenes y corretea por esos espacios de paredes altísimas y texturas ásperas y rugosas, como de yeso, que evocan la época inicial de la vida, lejos de la gran ciudad, en la provincia, en una casa grande pero rústica, iluminada en contrastes agudos que marcan una profundidad virtual apuntada por las líneas de fuga de sombras puntiagudas.

 

La secuencia del Asa, Nisi, Masa infantil luce como un fugaz esbozo autobiográfico, una incursión retrospectiva, una nota personal. Evoca una edad feliz, vivida al abrigo de mujeres, madre y nodrizas que disciplinan travesuras, corrigen faltas y amenazan con la tina del baño caliente antes de dormir. Formulada por los niños al calor del  lecho, esa invocación pretende abrir el acceso de los afiebrados muchachos hacia el mundo paralelo en el que habita una inquietante y ectoplasmática figura femenina que, al escuchar la entonación mágica del “Asa,  Nisi, Masa”, aparecerá sobreimpresa al retrato del solemne antepasado.

Es la convocatoria a una imagen espectral para que se imponga sobre la imagen ancestral, a la manera de esos efectos ilusorios o de fantasmagoría que deslumbran y aterran a los niños. Pero también es el llamado a la mujer fantaseada, deseada y, por eso, temida, para que ocupe –aunque sea por una noche- el lugar de las mujeres domésticas, usuales, familiares, prácticas, necesarias y maternales. Que la mujer de las fantasías nocturnas se imponga sobre las que atienden y sirven. Asa, Nisi, Masa es la contraseña para una sexualidad naciente que desata miedos fundados en la creencia de una aparición sobrenatural. Es el pasaporte hacia una imaginería de lo femenino, a la vez deseable pero pavorosa, que encuentra entonces una fórmula de apelación y una escena primaria. Piedra basal para sucesivas figuraciones de mujeres que atraen, amenazan, asustan o protegen a la manera de la loba que amamantó a los fundadores de la ciudad en la que filmó “La dolce vita” y retrató en “Fellini Roma”. Ahí están, para probarlo, Saraghina y la tabaquera,  o Anita Ekberg y muchas de las habitantes de “La ciudad de las mujeres”.

Ante cualquiera de ellas, ufanas de sus mamas inmensas, un macho latino y seductor bien podría exclamar: “¡qué rico, pero qué miedo!”.

 

Alexander e Ismael

Dos imágenes fuertes se graban en el recuerdo del que haya leído “Linterna mágica”, el extraordinario libro de memorias de Ingmar Bergman: la imagen del joven enfrentándose por primera vez a la visión de un cadáver y la impresión de fragilidad personal que dejan las descripciones de la incomodidad ante los apremios de su colon inestable. Es la conmoción ante los estados de una materia ingobernable, del cuerpo que muta sin obedecer razones, guiado por procesos internos, ocultos, que se manifiestan de pronto, debilitando o venciendo al organismo.

Si bien los asuntos de la enfermedad y la muerte recorren la obra de Bergman, tal vez más interesante es observar como el motivo de la dualidad, el de ser uno y el otro, o el otro y el mismo, y las trayectoria que llevan a la alteridad o los procesos que conducen a esa labilidad, sustentan varias de las escenas de su filmografía que provocan la sensación potente y desestabilizadora del miedo. Y no me refiero a los ejercicios más o menos obvios que identifican el horror de la angustia íntima con la plástica expresionista, como en “La hora del lobo”, sino a esos momentos en que se produce una suerte de deslizamiento de la figuración “realista” (apuntalada por la nitidez de la fotografía de Sven Nykvist) hacia una indeterminación dramática o un sentido esquivo, con personajes que de pronto asumen identidades contradictorias, que escapan a las explicaciones de sí mismos, se desdoblan o se miran en otro como si se contemplasen en un espejo. Como ocurre en “Persona”, claro está, pero también en “El rostro”, “Como en un espejo”, “El rito”, “De la vida de las marionetas” o “En presencia de un payaso”.  Sea a través de la fantasía homosexual, la figuración del vampirismo, la irrupción de la locura o la representación teatral, los personajes penetran en una zona indeterminada de su propia conciencia que los trastorna y los modifica sin perder sus signos externos y reconocibles. Como si, por un momento, se convirtieran en esos cuerpos usurpados que alucinó Don Siegel para la ciencia ficción de los años cincuenta. Es el estado de Elizabeth Vogler (Liv Ullman) cuando busca la fusión con la mujer de personalidad antagónica y camina vaporosa,  a contraluz,  como la mujer zombi de Tourneur, en la secuencia de la visita nocturna de “Persona”.

Pero el momento más cabal de todos esos “trances” que convierten a “uno” en el reflejo probable de “otro” –acaso como encarnación de deseos soterrados-, es el encuentro de Alexander con el andrógino Ismael, en “Fanny y Alexander”.

El clima que precede a ese encuentro es el de una película de horror, con un secreto tras la puerta, luego conocer el gabinete de un cabalista que acumula polvo y antigüedades. Ismael, el ser peligroso, confinado de por vida, de rasgos femeninos (está interpretado por una actriz) es distinto a Alexander en porte y edad. La conversación que mantienen los personajes es susurrante y alusiva. Ismael toca a Alexander, descubre su cuerpo, le abraza. De pronto, en medio de esa confrontación, los pensamientos de Alexander –mejor, sus deseos- empiezan a ser interpretados, modelados y casi susurrados por Ismael, que se une al deseo del púber de ver morir a su odiado padrastro autoritario. La brutalidad de la ley paterna encuentra su opuesta correspondencia en la suave y comprensiva complicidad de Ismael, el extraño, el andrógino. Ambos están enfrentados a la arbitrariedad patriarcal que los ha confinado a la sanción o a la reclusión. Es, entonces, que Alexander se refleja en Ismael o se descubre en él. Y eso le llena de miedo. Un miedo que fluye, incierto, entre las fronteras de lo onírico, lo erótico y lo alucinatorio.

“Fanny y Alexander” es el filme testamentario de Bergman. Es evocativo, entrañable, recapitula asuntos y motivos previos de su obra y tiene la apacible serenidad, sosegada alegría y belleza de una película invernal, de vejez. Desde esa mirada y posición trata el asunto de la bisexualidad como una estremecida experiencia formativa y como un gesto alternativo de rechazo a un universo de mandatos patriarcales. Pero ese asunto ya ha sido tratado con especial lucidez por Robin Wood en su artículo “Call Me Ishmael”.

 

La ilusión de Genjuro

 

Menciono, por último, un gran momento de susurrada inquietud, fascinación y desasosiego: la secuencia de “Ugetsu Monogatari”, de Kenji Mizoguchi, en la que Wakase, el espíritu errante que hechiza a Genjuro, danza para él. Mientras transcurre la situación, el hombre está en el reino de las delicias y se mueve en el imperio de un deseo que está a punto de cumplirse. La mujer se baña con él y le pide matrimonio. Pero hay un precio que pagar, el de la obediencia plena hacia ella, de acuerdo al mandato del difunto príncipe, su padre, que impone el principio de realidad desde el más allá.

Todo transcurre en la línea sinuosa de lo improbable, y hasta de lo milagroso. Se suceden las dimensiones de lo natural y de lo sobrenatural. Mejor dicho, coexisten: Genjuro ha padecido los horrores de la guerra y ahora está en un trance extático de amor. ¿Cómo puede ocurrir eso? Para Mizoguchi todo es un asunto de modulaciones finísimas. Pasar de la percepción realista de lo ordinario al universo de lo invisible que escarapela es producto de decisiones particulares de puesta en escena: desacelerar el movimiento de los actores, mover la cámara con un sentido de determinación ritual, apaciguar el ritmo de esa situación específica para ofrecerla como un remanso en medio del frenesí o la violencia de otras, apelar al “fuera de campo” como refugio de lo indecible y pista de acceso a universos paralelos a los visibles, encuadrar a cierta distancia para apreciar a los actores situados en un decorado que no esconde el artificio de los elementos visibles. Mizoguchi naturaliza lo “fantástico” y hechiza la vivencia de lo ordinario.  Pero el mayor de los estremecimientos llega cuando escuchamos la línea de la canción que habla del “desvanecimiento inevitable de los colores de todas las sedas, hasta de las más bellas.”  

Quedan pendientes otros momentos de “miedo” en películas orientadas hacia otra  vías, y pienso en secuencias de “Moonfleet”, de Fritz Lang; “Vendaval en Jamaica”, de Alexander Mackendrick”, de “El otro”; de Robert Mulligan; de “El fantasma y la señora Muir”, de Mankiewicz; de “Meet Me in Saint Louis”, de Vincente  Minnelli, entre otras.

 

(La versión original de este artículo se publicó en la revista Ventana indiscreta)

Ricardo Bedoya

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