La mujer del puerto, de Arturo Ripstein

 

“La mujer del puerto” (1991) es la tercera versión mexicana de la historia de la prostituta que, sin desearlo ni imaginarlo, comete incesto con su hermano. Basada libremente en un relato de Guy de Maupassant (“Le port”), la primera versión cinematográfica la filma, en 1933, el director de origen ruso Arcady Boytler.

En ella aparecía Andrea Palma dándose los aires de languidez exótica de una Marlene Dietrich, como calcada de la estética satinada de la Paramount al servicio de las fantasía de Von Sternberg. Melodrama esencial y canónico, esa  “mujer del puerto” funda una tradición en el cine mexicano: el de las prostitutas sacrificadas, envueltas y arrastradas por un sino fatal, verdaderas “Víctimas del pecado” como llamó Emilio “Indio” Fernández a una de sus incursiones en el melodrama prostibulario.

La versión de Arturo Ripstein contradice el espíritu de su antecesora. Esta mujer del puerto hace añicos la figura de la puta noble, de gestos señoriales y generosidad a toda prueba que, en el cine clásico mexicano, encarnaran tantas veces Andrea Palma o Dolores del Río.

En un mundo encanallado, similar en sordidez a los de “Principio y fin” o “Profundo carmesí”, no hay lugar para la dignidad del gesto: la mujer del puerto, como su madre y su hermano, son personajes agobiados por la miseria y la violencia del entorno. El incesto no es solo el componente trágico de una historia de pasiones desatadas; es un dato de la realidad. Por eso, no es casual que Ripstein y la guionista Paz Alicia Garcíadiego afirmen que la película nace de la necesidad de arraigar el tema del incesto en las experiencias cotidianas de esos sectores paupérrimos que habitan en cualquier ciudad o puerto de Latinoamérica.  

La acción transcurre en espacios cerrados donde se actúan situaciones extremas y episodios que rozan los límites. Escenarios de un teatro de la crueldad donde los personajes se desgarran y mantienen a la intemperie, desprovistos de cualquier afecto. Ripstein filma, sin piedad, la decadencia y la descomposición de las cosas y los seres. Las paredes carcomidas, las huellas de la humedad, los ambientes desastrados, el mobiliario arrumado, las carnes flácidas.

“La mujer del puerto” es, sin duda, la película más cerrada y agobiante de Ripstein.

Planos secuencias dilatados –rasgo de estilo del director- marcan los movimientos sinuosos de esos perdedores que se humillan y confirman su mala fortuna. Como en sus mejores películas (“El lugar sin límites”,  “Mentiras piadosas”,  “Principio y fin”, “La reina de la noche”), todo se mueve entre el naturalismo radical y la estilización neta.

En el transcurso de las secuencias, la fotografía se va ensombreciendo, el ritmo de las escenas se desacelera, la banda sonora se llena de melodías o lamentos de desesperanza. Los boleros que oímos, más allá de una mera función ambiental, remiten a un modo de relacionarse con la sordidez. La linealidad del relato se quiebra en múltiples versiones de la misma historia; todas dan cuenta de los destinos de esos personajes poseídos por alguna obsesión que los lleva a destruirse.

“La mujer del puerto” es ejemplar del método de Ripstein, de su “laboratorio dramático”: encerrados en un “huis clos”, los protagonistas se someten a la observación agobiante de su creador.

Ricardo Bedoya

 

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