Magallanes

 

 

Adaptado de la novela La pasajera, del escritor Alonso Cueto, Magallanes (2015), es el primer largometraje de Salvador del Solar.

El relato se ancla en la mirada de Harvey Magallanes (Damián Alcázar), militar retirado, taxista de oficio, chofer y guardián ocasional de un anciano (Federico Luppi), su jefe militar en los tiempos duros de la violencia. Destacados en Huanta, ellos ejecutaron los actos más crueles de la “guerra sucia”. Ahora, la invalidez afecta a uno; el fracaso marca la trayectoria del otro. El anciano ha perdido la memoria; Magallanes la conserva. Le pesa y es dolorosa.

La aparición casual de Celina, una mujer ayacuchana (Magaly Solier), pasajera casual en el taxi de Magallanes, activa el conflicto. Ella fue prisionera, víctima de todo tipo de abusos, y amante forzada de ese jefe militar en Huanta. El instinto de supervivencia la llevó a aceptar, en secreto, propuestas sexuales de militares que le prometían la libertad. Hasta que uno de ellos, Magallanes, llevado por una pasión secreta hacia ella, la dejó escapar.

La película dramatiza un ajuste de cuentas con el jefe victimario del pasado, a través de sus descendientes, y la necesidad de una redención. Magallanes es el agente de ambas acciones.

Magallanes enhebra dos líneas narrativas. Una, se vincula con la memoria de la violencia ejercida o padecida. La otra, que es central, traza el retrato de un personaje; ese perdedor llamado Magallanes. Una intriga criminal articula una dimensión con la otra. La mecánica del thriller atraviesa la película, pero no diluye ni arrastra tras de sí las demás facetas de la película.

El pasado nunca se actualiza en las imágenes. No vemos flashbacks. Pero está ahí, planeando sobre cada una de las secuencias. Se encarna en los rostros de los protagonistas. En los gestos de Magallanes. En la sorpresa inicial, luego del encuentro; en la culpa que lo asalta y lo contrae; en la determinación del caballero que trata de compensar el pasado defendiendo a la “doncella” de la violencia de los dos rufianes; en la decisión de “desenmascararse” y mostrarle a la mujer una nueva identidad; en la complacida sensualidad al contacto con las manos de Celina en la peluquería; en la atribulada actitud, entre temblorosa y suplicante, con la que se acerca a la mujer, buscando alguna posibilidad de redención. La actuación de Damián Alcázar se convierte en el centro de gravedad de la película.

 

El pasado está también en los gestos de miedo e indignación de Celina. Magaly Solier da cuenta, con un gesto, el de llevarse la navaja a la garganta, la condición de una mujer que ya venció muchos miedos y a la que no ata el instinto de supervivencia. Sus resistencias naturales ante la muerte y el peligro se quebraron en su “prisión” huantina. La impugnación formulada en quechua al gesto de condescendencia –el perdón verbalizado- del hijo del coronel, a la posibilidad de ser indemnizada, y a la impunidad consagrada por la policía, es uno de los mejores pasajes de Magallanes. Ahí, en ese momento de furia, la actriz, notable, sobreimprime su imagen personal y la del personaje. Cumple ese rol del actor contemporáneo que, según Patrice Pavis, ya no imita “mímicamente a un individuo inalienable”. No simula; “performa”. No se restringe a cumplir con su “papel”, “sino que actúa en su propio nombre”, como lo hizo también en las películas dirigidas por Claudia Llosa. (Pavis, P. Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Barcelona: Paidós, 2000, p. 75)

Un logro de Salvador del Solar es el haber conducido a la actriz a ese registro, apelando a uno de los recursos básicos de su repertorio cultural como “performer”. El quechua, la lengua que la convirtió en “La Ñusta” para el coronel y sus secuaces, rasgo de alteridad que la cosificó para los militares, se convierte, años después, en boca de la víctima, en la herramienta de una requisitoria contra el olvido y en reclamo contra la impunidad.

Tres secuencias; tres tratamientos. Las escenas que se desarrollan en los alrededores del Estadio Nacional y en Polvos Azules lucen una mecánica de acción bien manejada en el montaje de Eric Williams. Cruces físicos, intercambios de miradas, cuerpos que se aceleran. Se construye un espacio que es trampa y laberinto. Es la tradición de la secuencia de persecución en un lugar saturado, en la tradición del juego del gato y el ratón en el metro de “Contacto en Francia”. Ejercicio de thriller resuelto con limpieza.

Otra secuencia, opuesta a la anterior. Esta vez en clave íntima. Dos personajes y planos cercanos. Magallanes decide encarar a la mujer del pasado, ahora convertida en una peluquera afincada en Lima y con serios problemas económicos. Acude al local de la “pasajera” y le pide que le recorte el cabello y le afeite la barba. El concepto abstracto de enfrentar la memoria, reviviendo el trauma del pasado, encuentra una expresión visual y dramática en el desglose de las acciones; en la cadencia, más bien lenta, de ese acto de revelación; en el ralentí que se apunta; en la cercanía de la cámara, siempre en primeros planos. Tijeras y navaja, utensilios empleados para las mutilaciones de la guerra, convocan ahora el placer físico de los toques y el contacto físico con la mujer. El rostro de Damián Alcázar, con gesto a la vez ansioso y decidido, encuentra el modo de expresar el paso del temor culposo a la voluptuosidad. Se descubre entonces el rostro del perdedor; un perdedor enamorado. Pero también el de la repulsión y el dolor de la víctima, enfrentada al recuerdo.

La tercera secuencia se reduce a pocos y sucesivos encuadres. La mujer corre teniendo como fondo la escenografía de una Lima nocturna y lejana, vista desde lo alto. Es el momento en que se sintetizan o condensan los dos tiempos activados por la memoria. La carrera intenta liberar el espanto y el rencor acumulado por tantos años, pero también es una representación de lo que ocurrió dos décadas atrás, sin necesidad de recurrir a un “racconto”. Celina corre en el descampado –perpetua pasajera- buscando el refugio que no logró hallar luego de su fuga de la prisión huantina. Es la reconstrucción de aquella escena primordial de miedo íntimo.

Estas dos secuencias, que describen el gesto fascinado de Magallanes y la dimensión de su deseo, así como la indignación de la “pasajera”, liberan a la película de la camisa de fuerza que supone calzar los mandamientos estrictos de un guion de género.

Encuentro cuatro notas débiles en Magallanes: las intervenciones, más bien cargadas hacia lo grotesco, del personaje de la usurera acreedora; el apunte, de patetismo innecesario, de la enfermedad del hijo de Celina; los pasajes, inconvincentes, del secuestro del personaje de Christian Meier -delineado con trazos simples- y la pérdida de tensión narrativa que le causan a la película; la omnipresencia de una música de fondo que duplica lo que las acciones dicen con soltura y convicción.

Pero Salvador del Solar acierta en lo sustancial. Crea una atmósfera; dirige a los actores con seguridad, obteniendo buenas intervenciones de Meier y Bruno Odar; alterna acción e intimidad. Y lo principal: convoca la memoria de la violencia sin maniqueísmo ni discursos retóricos. Los asuntos por debatir se encarnan en una ficción y en unos personajes que logran consistencia y peso.

El fracaso del personaje de Magallanes al intentar una redención amorosa y la manifestación de integridad de la deseada prisionera son los signos de una imposible reconciliación.

Ricardo Bedoya

5 thoughts on “Magallanes

  1. Hola. Veo que la película es del 2014 y la novela corta recién se ha publicado en el 2015. ¿Sabes si esta novela corta se hizo a partir de un guión de Cueto o tal vez de un cuento? Lo pregunto porque el tono en bien distinto a Pálido cielo y La hora azul?
    (Hay muchas coincidencias entre La hora azul y esta película; por eso quisiera saber el origen del guión.)

  2. Hola

    Tengo entendido que el director tuvo acceso al relato de Cueto antes de la publicación del libro.

    R. Bedoya

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