A primera vista, “Pacto criminal” es una película puesta al servicio de Johnny Depp. Es decir, un vehículo para su lucimiento personal y para que traslade sus tics de pirata del Caribe a un Boston frío, hostil y decadente.
Pero la película es más que eso. Dirigida por Scott Cooper, es una crónica sobre la corrupción en la tradicional Boston de los años setenta y ochenta, cuando la mafia, la policía y el poder político se aliaron para no ver aquello que era muy visible: la formación de un imperio del crimen.
El personaje principal es el gánster James Bulger, descendiente de irlandeses enfrentado a sus rivales italianos y colaborador del FBI. “Pacto criminal” es el retrato de este delincuente narcisista, feroz psicópata y temible negociador, que se escabulle de las investigaciones criminales gracias al apoyo de agentes colaboradores. Es el filón del filme biográfico, que le exige a Depp lucir con ojos azules, peinado hacia atrás y cultivando esa faceta de camaleón que le fascina. Sus muecas de malestar y furia, calcadas de sus modelos mayores, los actores del Método de los años cincuenta, contrastan con la enérgica y rústica corporalidad de Joel Edgerton, formidable como el agente del FBI que camina por el filo del abismo
Pero lo mejor de la película está en su filiación al género. Scott Cooper hace su ejercicio de estilo y se aplica recreando variantes de atmósferas y situaciones del “cine negro”. Bulger tiene el ánimo tan variable como el James Cagney de tantas películas, capaz de sentir fervor por su madre para, de inmediato, descerrajarle un tiro en la sien a cualquiera. O de mezclar erotismo, turbiedad y amenaza en un solo gesto: en la mejor escena de la película, Depp “acaricia” a la esposa de su amigo para llamarle la atención por su renuencia. O de contraponer al hermano “bueno” (Benedict Cumberbatch) con el “malo”, como en los clásicos de los años treinta, sin convertirlos en encarnaciones de Caín y Abel. Y de filmar la violencia con seca contención.
Otro punto a favor de la película: su recreación en tonos cromáticos fríos, apagados, de ese Boston conservador en el que poder impune se extiende como una enfermedad terminal.
Pero a la película le afecta el síndrome del “déjà vu”. Le debe demasiado a “Buenos muchachos”, de Scorsese (también, aunque menos, a “Rey de Nueva York”, a “Donnie Brasco”, a “American Gangster”, a “Río Místico”). Un peso que resiente el valor de este “Pacto criminal”.
Ricardo Bedoya