Una pequeña sorpresa con esta película libre, lírica y provocadora, del español Juan Rodrigáñez.
¿Cómo describirla? Un grupo de variopintos personajes se reúnen en una bella finca que, acaso, tiene sus días contados por la amenaza de la inevitable modernidad. Ahí, en perfecto relajo, leen, beben, cantan, recitan. Se entregan al dulce placer del ocio. Viven la ilusión de un presente cristalizado para siempre. Y lo hacen porque pueden darse el lujo para ello. Allá lejos, fuera del campo visual, Europa padece una crisis que solo llega de modo indirecto, dejando su huella en un gesto preocupado, en llamadas telefónicas insistentes que hablan de dinero que no llega o en la fantasía de alguno de dejarlo todo atrás para reiniciar una vida en el campo. La utopía pastoral.
Una burbuja feliz y acongojada a la vez. Los personajes, en el fondo, tienen la lucidez necesaria para percibir que esos instantes se desvanecen con gran velocidad. Que el simulacro igualitario tiene fecha de caducidad. Rodrigáñez crea la impresión de fugacidad a fuerza de incertidumbre. ¿Hacia dónde conducen esos recorridos de la cámara por el lugar? ¿Cuáles son los centros de interés visual en esas composiciones que potencian la profundidad de un campo visual ocupado por grupos que actúan en paralelo? ¿Qué marca el paso del tiempo, de las horas o los días, si todo en el discurrir de ese encuentro parece estar en una indefinición permanente, entre el alba y el crepúsculo?
Y en medio de esa disposición coral, en la que todos tienen algo que decir, aparece de pronto una intervención individual, un “solo”, que condensa el tono de la película: el anfitrión recita a León Felipe, que condena las cadenas que atan al pasado, para luego cantar, en performance colectiva, “Las golondrinas”, la nostálgica canción con que el poblado mexicano despedía a Pike Bishop (William Holden) y su “pandilla salvaje” en el clásico de Peckinpah. Como en esa canción, al final todos aquí se descubren en la estación perdida y sin poder volar.
Ricardo Bedoya