Macbeth

Resulta curioso ver, una tras otra, dos películas sobre la ambición, el poder y la codicia interpretadas por Michael Fassbender. Pretensiones intemporales más allá de su cronología: una, ambientada en la Escocia del siglo XI; la otra, en el Silicon Valley de fines del siglo XX.

Pero es Fassbender el que hace la diferencia: En “Macbeth” carga con el peso de los traumas de la guerra y las pérdidas personales. Es el soldado que ya no tiene fuerza para contraponer sus principios de la lealtad a los empujes de una Marion Cotillard transformista, que recita el inglés con extraño acento, como antes lo hizo fingiendo el polaco de “La inmigrante”. Un acento que convierte a su Lady Macbeth en un personaje más oblicuo e inquietante.

Fassbender dice las líneas de Shakespeare con extraña gravedad. Con el desencanto de un sujeto herido y melancólico. Todo lo contrario a su “Steve Jobs”, exaltado, siempre listo para las maquinaciones y el debate. Aunque ambos estén predestinados a la gloria efímera y la muerte temprana.

En este “Macbeth” condensado y oscuro, el actor Fassbender y el virtuosismo fotográfico de puros efectos atmosféricos, en interiores sombríos y exteriores de brumas y nieve, se llevan de encuentro cualquier otro posible mérito de la realización.

Ricardo Bedoya

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