La gran apuesta

“La gran apuesta” (“The Big Short”), de Adam McKay, se vincula con dos viejos sistemas cinematográficos: el de la comedia coral, con diálogos dichos a velocidad de metralla, y el de las ficciones criminales de los años cuarenta, de tramas embrolladas y opacidad plena, pero de narrativas vectoriales, nítidas, capaces de ser seguidas sin dificultad alguna.

Aquí, la dinámica del relato allana el tecnicismo de los conceptos financieros; el frenesí de la crisis capitalista adquiere una dimensión tragicómica que atrapa.

A lo que se une un tratamiento visual que evoca el de los filmes con tramas paranoicas de los años setenta, con personajes descubriendo hilos conspirativos por todas partes: sobre el encuadre, amplio y abarcador, las focales largas determinan zonas e intervienen para seguir a ese personaje o a ese otro, privilegiándolos  con un área de enfoque o dejándolos en un segundo término, desenfocados, mientras zooms de trayectorias cortas y bruscas intentan transmitir un desdibujado clima de sobresalto permanente.

Todos hablan, todos se mueven, todos discuten y se alarman de la gravedad del capitalismo en este fresco de un mundo que vive en un estado de confusión creciente.

Y todos buscan pescar a río revuelto, con lo que la película carga las tintas satíricas y pone a Selena Gómez y a Anthony Bourdain, entre otros, como intérpretes del caos, hasta que decide hacer acto de contrición y alejarse del cinismo. Para eso echa mano de Steve Carell y de Brad Pitt para que reflexionen sobre los daños que trae consigo la codicia de todos los días. Hasta los lobos de Wall Street tienen sus momentos culposos

 

Ricardo Bedoya

One thought on “La gran apuesta

  1. A pesar de sus logros visuales y su verborrea financiera y documental, la película peca de efectista y superficial. Adaptada de un best seller sobre la crisis económica originada en las hipotecas basura, está convencionalmente estructurada en base a los “hechos reales” y pasa del cinismo capitalista a la corrección política como si cambiara de camisa. En el ínterin vemos a Ryan Gossling como un cicerone financiero que le habla a las cámaras, a un ridículo Christian Bale pretendiendo ser un excéntrico y visionario inversionista, a un histérico Steve Carell que termina siendo el Virgilio que nos muestra el infierno y, cómo no podía ser de otra manera, al apóstol del Plan B, Brad Pitt, convertido en Papa por los mismos yuppies. Sinceramente, prefiero la última de Michael Moore o aunque sea la secuela de Wall Street de Oliver Stone por no mencionar, porque es un exceso, al “Lobo de Wall Street” de Scorsese. Al final es una cuestión de gustos por cierto ya que tampoco es para ser lapidarios con la película.

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