David Bowie: el cambio, la identidad y el amor

Si a los cuarenta uno es responsable de su rostro, según Abraham Lincoln, hay que añadir que ese rostro, dice Julio Ramón Ribeyro, “se organiza alrededor de la mirada”. En el humano la mirada es obra y autor; acción sobre uno mismo y objeto de interpretación ajena. Para Paul Valèry, uno es el ser que creemos ser, otro el que los demás creen que somos y otro el que realmente somos. Los tres no se ignoran: se pelean, se consultan, se sojuzgan, coexisten y jamás coinciden.

En la adolescencia ya no se es niño, tampoco adulto, solo un puente de cuerdas que se saben frágiles. A esa edad en una pelea por una chica, David Bowie recibió de George Underwood un golpe que hirió su ojo izquierdo. Estuvo cerca de no volver más a ver ni a verse. El ojo sobrevivió, pero la pupila quedó permanentemente dilatada. El espejo le devolvió una asimetría, una intriga, la primera certeza de un yo mudable y una interioridad libre debajo de la alteración. En vez de dolor, fascinación. Un accidente lo invitó a ensayar sus propias mutaciones. Y se reconcilió con George, que diseñó las portadas de sus primeros discos.

A fines de los sesenta, sus clases de baile y mimo con Lindsay Kemp (a su vez alumno de Marcel Marceau) circunscribieron sus búsquedas dentro de la actuación y el teatro. Maquillaje y vestuario atizaron su pasión por el disfraz, y el cine resultó una vía natural para su anhelo de probar sucesivas encarnaciones. The Man Who Fell to Earth (1976), Just A Gigolo (1978), Merry Christmas, Mr. Lawrence (1983), The Hunger (1983), Labyrinth (1986), The Last Temptation of Christ (1988) y Basquiat (1996), son filmes en los que fue protagonista o secundario.

Pero su mejor actuación se la dio al teatro. Entre 1980 y 1981 hizo de Joseph Merrick, un joven inglés de fines del siglo XIX afectado por terribles deformaciones que le costaron la humillación y una vida errante y penosa, en The Elephant Man (de Bernard Pomerance), presentada en Broadway bajo la dirección de Jack Hofsiss. A diferencia de la película homónima de David Lynch (1980), Bowie prescindió de prótesis y aditamentos para encargar únicamente a su delgado cuerpo y su voz la sugerencia de la figura del desdichado Merrick. Una proeza elogiada por los críticos.

Sin embargo, fue en el duro pero hechicero mundo del rock donde Bowie halló al fin su país. Ya instalado, fue inevitable una segunda mutación. Su nombre de pila, David R. Jones se confundía con el del vocalista de The Monkees. Lo sustituyó tomando el de una marca de cuchillos, “Bowie”. A continuación, alguien como él no iba a contentarse con solo grabar canciones. Empleando la suma de lo aprendido, hizo de la música una fusión de arte visual, puesta en escena, letras e historias congruentes y calculadas declaraciones a la prensa. Hay ciertos antecedentes, pero con él la música se convirtió en un completo acto de representación.

En una cultura de posguerra que no quería mirar atrás, hacia la ignominia del holocausto judío, las trincheras en que millones de pétalos de vida joven se pudrieron en una mezcla de barro e insania, la opresión de la amenaza atómica y de los regímenes totalitarios; en que una generación de hijos de padres ausentes por la guerra o el alcohol del regreso a casa se vieron sofocados por lo establecido, alborotados por las luces del naciente consumismo; nada fue más seductor que desatarse del pasado, celebrar el instante e inmolarse a su fugacidad; o, en su lugar, emprender la huida hacia adelante, hacia un periplo hecho de varias existencias con que redimir la pequeñez de lo real.

Bowie fue eso: el cambio, la imposibilidad de permanecer y la necesidad de morir para poder volver. Su ojo diferente le hizo amar ser diferente (la otra opción era la locura en que cayó su hermano mayor Terry, víctima de esquizofrenia). Probar máscaras y preservarse a sí mismo al término de la función. En 1973, anunció en un concierto de su gira “Ziggy Stardust”, en la cúspide de la atención y en un punto supremo de creatividad, que era su última presentación. Al estupor general le siguió la claridad: Bowie jubilaba su personaje para adoptar el siguiente.

Tras su etapa glam, Bowie abrazó el funk y el soul norteamericanos; más tarde el kraut rock alemán y otras vanguardias, con una escogida sucesión de músicos que le permitieron explorar nuevos conceptos: la guitarra recia y melódica de Mick Ronson; la base rítmica de Carlos Alomar; la guitarra desquiciada y ululante de Robert Fripp; y la densidad etérea de las máquinas de Brian Eno, en audaces saltos que dejaron huella y animaron a artistas en ciernes a ambas orillas del Atlántico.

Bowie tuvo otros magníficos aliados en su itinerario: productores como Tony Visconti y Nile Rodgers; guitarristas como Adrian Belew, Stevie Ray Vaughan o Reeves Gabrels; o pianistas como Rick Wakeman o Mike Garson. Muchos de ellos dieron lo mejor de sí trabajando para Bowie. Garson, por ejemplo, tiene una sólida carrera en el jazz, pero ha revelado que adonde va le preguntan por su asombroso solo en “Aladdin Sane” (1973).

En el clásico “Changes” (1971), Bowie dice: “No sé qué estaba esperando / Y mi tiempo estaba fuera de control / Un millón de callejones sin salida / Siempre que creí tenerlo hecho / Resultó que el sabor no era tan dulce. / Así que me giré para mirarme a mí mismo / Pero nunca llegué a ver nada”. Y agrega: “No quiero ser un hombre más rico […] solo tengo que ser un hombre diferente”.

La perpetua cacería que recuerda un apunte de Octavio Paz: “el hombre nunca es el que es sino el que quiere ser, el que se busca; en cuanto se alcanza, o cree que se alcanza, se desprende de nuevo de sí, se desaloja, y prosigue su persecución. Es el hijo del tiempo”. Del tiempo y del viento. Dice Montaigne: “somos viento y él, más sabiamente que nosotros, gusta de zumbar y de agitarse”.

“Solo el que cambia es fiel a sí mismo”, se lee en Nietsche. Major Tom, Ziggy Stardust, Aladdin Sane, The Thin White Duke. Un nombre y una personalidad en cada tramo, y en el camino un reguero de bellas canciones. “Según algunos viajeros –contaba Henry David Thoreau–, los indios no recibían su nombre al nacer, sino que debían ganárselo y así constituían para siempre su fama. En algunas tribus, incluso, adquirían un nuevo nombre con cada nueva hazaña”.

Ciertamente, no existe identidad sin raíces ni alimento. No hay pureza genética en humano alguno, y menos en la música. Mick Jagger dijo amistosamente una vez: “si llevas zapatos especiales, no se te ocurra salir si Bowie anda cerca”. Para Jean-Luc Godard, que filmó una película con los Rolling Stones, el arte no es sino cambiar el orden de cosas que ya existen. No somos dioses, no sacamos nada de la nada, nuestras palabras y canciones se hacen con el aire que tomamos. Por nuestras arterias discurren muchedumbres. Decía Montaigne que “el hombre más honesto es el mezclado”. En tal sentido, Bowie fue desde temprano una antena regulada en todas las frecuencias y el más inteligente de todos los ladrones. El traje llamativo y el orgullo en la extravagancia de Little Rickard, la poesía de Bob Dylan, la danza y el mimo de Lindsay Kemp, la rebeldía artística de Andy Warhol, la voz modulada de Scott Walker, el teatro kabuki, los diseños del modisto Kansai Yamamoto y mil insumos más convertidos en una innovadora unidad llena de energía.

Con el impulso de lo prestado, Bowie dio siempre un paso hacia adelante. Fue el fugitivo que, al huir cada vez, alargaba pasillos que señalaban rumbos para el oído y el espíritu (en latín spiritus y en griego pneuma; con idéntico significado de «aire» y «viento»). La fina melodía de estribillo sideral de “Life on Mars?”; después el riff y el fraseo guerreros de “Rebel Rebel”; luego la sonoridad contemplativa del álbum Low; y de repente la voz desgarrada con un aullido de guitarra en “Heroes”.

Bowie es diversas voces en el tiempo, y no solo a causa de la edad, el cuerpo y el tabaco. También distintos géneros: hard rock, folk, soul, funk, electrónica, dance, jazz, etc. Y diversos estados de ánimo: el reflexivo de “Quicksand”, el tierno y paternal de “Kooks” (compuesta para su primer hijo), el profético y coral de “Starman”, el trémulo y apasionado de “Wild is The Wind”, el frenético y fantasmal de “Dead Man Walking”, o el crepuscular de “Where Are We Now”.

Llegó a acumular tantas ideas que resultó natural que contribuyera a la música de otros haciendo de productor y compositor: en el rudo Raw Power de The Stooges; en Transformer, el disco más célebre de su admirado Lou Reed; en los álbumes The Idiot y Lust for Life, picos en la carrera de Iggy Pop (quien confesó que “Bowie me salvó de una aniquilación profesional y quizá personal; los demás me veían con curiosidad, pero él realmente se preocupó por mí”); o con la canción “All the Young dudes” que hizo inolvidable a Mott The Hoople.

Con los años, una vasta prole de estrellas explotaría a su vez su estética, su sentido escenográfico, sus máscaras, la androginia y el futurismo de sus alter egos, la intriga de sus historias, su modo de bailar y su entonación mutante. Joy Divison, The Cure, Boy George, Michael Jackson, Miguel Bosé, Duran Duran, Prince, Madonna, Nirvana, Suede y tantos más.

Contra lo que puede creerse, el famoso “yo es otro” de Arthur Rimbaud, no calza necesariamente con su legado. Incluso suele olvidarse el contexto de la frase: “nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. Perdón por el juego de palabras. YO es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín”. David Bowie fue un rock star que en ningún momento olvidó que era actor, y que era él y no el público el que llevaba el timón.

La gente adoró cada una de sus versiones. Y se apropió de ellas como hace con cada ídolo del espectáculo. En su disco narrativo The Rise And Fall of Ziggy Stardust And Spiders From Mars (1972) traza la trayectoria de un cantante que venía del espacio, desde su arribo mesiánicamente esperado hasta su horrible muerte en manos de sus trastornados fans. Bowie vio en la muerte de John Lennon –con quien también colaboró– el cumplimiento de ese involuntario vaticinio, y quedó estremecido.

Michael Jackson pudo sentirse tan infeliz en su vida familiar que tal vez decidió vaciarse aun físicamente para ser por entero el chico triunfal y superior que imaginaba que los demás veían en él. Su megalomanía y sus obsesiones quirúrgicas fueron obra del personaje que canibalizó a la persona. Pese a los riesgos en juego, Bowie dejó que el Otro de que hablaba Rimbaud fuera el que siguiera ese destino, mientras su yo se escabullía entre las cortinas. Su canción “Fame” advierte: “Fama te pone allí donde están las cosas huecas; / no es tu cerebro, solo la llama que arde”.

En una inusual conciencia del espectáculo, separó con habilidad e ironía el yo que era del que la industria consumía, y desde las sombras manipuló sus propios hilos. El mismo cuidado lo procuró al pedir a su familia que lo dejara partir “sin ningún ruido” y sin un funeral público. Dicen que solo se ama lo que se conoce. Pero también es cierto lo contrario: que solo se conoce lo que se ama. Solo quienes nos aman se acercan al yo que en verdad somos. En uno de sus últimos temas, “Lazzarus”, se oye: “Mira aquí arriba, estoy en el Cielo / Tengo cicatrices que no pueden ser vistas”. (con sarcasmo, sigue: “tengo drama, no puedo ser hurtado / Todos me conocen ahora”).

Bowie intuyó temprano que cambiar entraña la posibilidad del desarraigo. En el vértigo es difícil amar, pues amar es ser para alguien y, si la sintonía es perfecta, marchar al unísono, que es la felicidad más grande. En “Space Oddity” (1969) describe el estar fuera del mundo que suscita el saberse distinto o extraño: “Aquí estoy sentado en esta lata de aluminio / Lejos, encima del mundo / El planeta tierra es azul / Y no hay nada que pueda hacer / Me siento inmóvil / Y creo que mi nave espacial sabe hacia dónde ir / Díganle a mi esposa que la amo. / «Control terrestre a Mayor Tom, / Sus circuitos están muertos, algo está mal. / ¿Me puede escuchar, Mayor Tom? / ¿Me puede escuchar?»”

El húngaro Sándor Márai retrata su desolación. “La verdad es que ya podría irme de este mundo, porque Lola no es consciente de mi existencia”, escribe cuando su esposa cae en coma. Y al llegar lo irreparable: “me encuentro solo, en un vacío similar al que rodea al astronauta en el espacio, donde ya no actúa la gravedad que lo mantenía sujeto a la Tierra”.

En la canción “Where Are We Now”, de su penúltimo trabajo The Next Day (2013), al hacer una retrospectiva de sus años en Berlín a fines de los setenta, constata la inestabilidad de lo humano. Como en un verso de Rilke, “vivimos en permanente despedida”. Qué queda de todo ello y de nosotros, ¿dónde estamos ahora? Y contesta: “El momento en que lo sabes / Sabes que lo sabes. / Mientras haya sol / Mientras haya lluvia / Mientras haya fuego / Mientras esté yo /Mientras estés tú”.

La verdadera patria no es, pues, la tierra que el viento levanta y lleva por el aire, ni el océano de aguas que viajan más que nosotros. Si alguien sigue a tu lado cuando todo cambia, tú mismo continúas; si alguien te llama y toma tu mano, la muerte no podrá volverte nada. La patria está en el aire, el aire entre dos mortales que se miran.

En público, David Bowie nunca fue más visiblemente él mismo, el hombre bajo la performance, como cuando aparecía al lado de Iman, su esposa desde 1992, sin contener la esplendorosa sonrisa de un muchacho enamorado. “En mi vida hay un antes y un después –dijo en una entrevista de 1997–. Gracias a ella he encontrado el equilibrio definitivo. La adoro, lo confieso. Es la mujer de mi vida. Antes de conocerla estaba convencido de que el amor no existía”.

El equilibrio entre la fluidez del tiempo y la solidez de una casa; entre la codicia de lo celeste y el gozo de las pequeñas cosas. Entre el “todo cambia” de Heráclito” y el “todo permanece” de Parménides. Para un ser que solo “es” cuando no es el mismo, el equilibrio está en el relato de los hechos que explican el semblante. El equilibrio que da una caminata, una charla o una música en que, de pronto, aceptamos que todo ha de pasar porque al fin pasamos juntos.

Víctor Hugo Palacios Cruz

Escritor y filósofo

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