Avenida Cloverfield 10

Lo más atractivo en “Avenida Cloverfield 10”, de Dan Trachtenberg, es lo que no vemos; lo que suponemos que está pasando afuera del búnker construido por ese Noé, acaso paranoico, que interpreta John Goodman.

Y entonces parecen posibles todas las suposiciones: la historia de zombis, la del virus que se extiende en pandemia, la de la radiación nuclear que contamina todo, la del desastre bacteriológico, la de la invasión rusa, norcoreana o yihadista, la del desastre natural y hasta la del nuevo diluvio universal.

Porque aquí lo “no representado” resulta más potente que lo que aparece en la pantalla.  El director Trachtenberg hace un “blockbuster” por omisión. Durante hora y media nos mantenemos atrincherados en este drama de cámara que deja a los monstruos fuera de la pantalla. Recurso típico de las películas de género de bajo presupuesto de otros tiempos, no tan lejanos.

Tiempos del VHS, como aquel que deja ver unas imágenes de “La chica de rosa” (“Pretty in Pink”) durante el encierro. Cuando se hacían esos filmes de género y bajo presupuesto en espacios sofocantes, con personajes acosados por una amenaza que se mantenía desconocida, u opaca, durante buena parte de la proyección. Como algunas películas de Richard Franklin, Jack Starret o Robert Harmon.

 Pero, lástima, a este “huis clos” le falta esa noción de la progresión dramática que sobraba en los filmes de los setenta y ochenta.  Una vez que los tres personajes están instalados en el refugio, todo se juega en pase corto y desde posiciones seguras.

John Goodman se crispa una y otra vez con las “traiciones” de sus huéspedes. Y es que la situación vuelve siempre a lo mismo en un carrusel que apunta líneas de desarrollo que quedan inconclusas: guiños a la “torture porn” (erradicadas en una película promovida por J.J. Abrams), recuerdos a la Ripley de “Alien”, y alusiones políticas a una América clausurada, rodeada de muros y resguardos, como la imagina la paranoia de Trump.  

Lo mejor es Goodman, claro. Su actuación no es excepcional, ya que está mejor con los Coen y en muchas otras películas más, pero su masiva presencia y sus accesos de ira lo muestran como el verdadero enemigo interior, el que se obsesiona con la “seguridad” y hace de ello un argumento que sustenta el comportamiento totalitario, acaso más nocivo que el adversario que toca a la puerta.

Mary Elizabeth Winstead, como la película misma, acierta en los momentos de calma. Cuando parece resignada a la “historia oficial” narrada por Goodman y se integra a esa “familia” disfuncional que come canchita, mira películas de John Hughes o encuentra alguna rutina doméstica mientras se consuma el fin del mundo.

Pero de ahí salta a convertirse en heroína de un filme de acción que se resuelve de cualquier manera.  De las teorías del complot pasamos al mal chiste de la decisiva “bomba Molotov”.

 

Ricardo Bedoya

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