Se está proyectando en la sala del Centro Cultural de la Universidad Católica, el primer largometraje de Manuel Siles, Extirpador de idolatrías, una de las películas peruanas más sugestivas de los últimos tiempos .
Extirpador de idolatrías es una fábula sobre los encuentros y diferencias culturales en los Andes de hoy.
Aunque la acción se desarrolla en un tiempo y un lugar indeterminados, el conocimiento implícito nos conduce a una localidad andina que ha dejado atrás la experiencia de la violencia política del pasado, como ocurre, tal vez, en Madeinusa. En esa localidad se descubren extraños crímenes que la policía del lugar empieza a investigar.
Esa línea de pesquisa criminal se combina con otra, más atractiva, la del cuento infantil, con dos niños perseguidos por un “extirpador de idolatrías”, que conviven con seres tomados del bestiario de la imaginería andina. Y la alegoría sobre la modernidad sembrando de contradicciones el mundo de lo tradicional.
No es casual que el director Siles (en colaboración con Ludovic Pigeon y Alejandro Siles) haya realizado el documental Divas y fantasmas sobre una alfombra roja (2009), que registra el trabajo del grupo teatral Yuyachkani durante el montaje de la obra El último ensayo. La proliferación de personajes mitológicos, de naturaleza animal y presencia antropomorfa, que performan ante escenografías que alteran o suprimen las fronteras entre la realidad y la convención, evoca la labor de Yuyachkani. Pero remite también a los cortometrajes que hiciera el poeta Pablo Guevara para el Centro de Teleducación de la Universidad Católica en los años ochenta. Sobre todo a Historias de Ichi Ocllo (1982), aunque sin compartir su aspereza ni primitivismo.
Como en esos cortos, que dramatizan la oposición o la síntesis entre tradición y modernidad, la alegoría, en Extirpador de idolatrías, busca asimilarse de modo natural a la ficción, sin desgajarse de ella.
Lo consigue de modo parcial, sobre todo cuando la realización da consistencia a un universo del mundo rural de los Andes, tocado con un aura de fantasía a la vez siniestra e ingenua, reforzada por la fotografía de Marco Antonio Alvarado Garazatúa.
En los interiores, iluminados por fogones, domina un trabajado claroscuro; contrastes marcados por zonas netas de iluminación de matices dorados y sombras profundas. En exteriores, sobre todo en la secuencia del recorrido de los niños buscando refugio, el gran angular privilegia la definición y amplitud de los paisajes y crea la sensación de acoso en los linderos y corredores que encajonan a los jóvenes. Ambos elementos apuestan a un horror primordial seguido por una vía de escape singular: el transformismo físico, la conversión de los jóvenes en seres fantásticos y tradicionales. Una alteridad, con personajes mutantes, que se plasma sin recurrir a los efectos especiales ni a trucajes. Solo naturalizando la situación.
Ricardo Bedoya