Luis Buñuel

Ayer posteamos listas de preferidas del cine español. Luis Buñuel ocupa en ellas un lugar preponderante. Recordemos su cine con este artículo que recupero del archivo.

La primera imagen fílmica de Buñuel tiene un efecto revulsivo: una navaja rasga el ojo de una mujer y mana el humor acuoso. Así empieza “Un perro andaluz” (1928), aporte del cine al movimiento surrealista. Escrita y dirigida al alimón con Dalí, sus imágenes buscan reproducir el impulso lúdico y caprichoso de un guion escrito por dos amigos que tratan de dar forma a sus sueños, deseos, visiones, antojos, ocurrencias e impertinencias a condición de rehuir la construcción dramática tradicional de un filme. “Un perro andaluz” intenta la ortodoxia de la ilustración onírica y exhibe la falta de control propia de la escritura automática, que en el cine silente no podía ser más que una convención dado el peso de las cámaras y la lentitud de los rodajes, lo que erradicaba cualquier espontaneidad. Las cámaras ligeras de estos días hubieran hecho realidad los afiebrados empeños de los jóvenes vanguardistas.

Su segunda película, “La edad de oro” (1930), vuelve por los fueros libertarios: una pareja trata de liberar la fuerza de su deseo, un puro “amour fou”, yendo más allá de los ceremoniales represivos del culto, los edictos policiales y la decencia burguesa. Eros se enfrenta a la civilización. Las imágenes son oníricas, provocadoras y blasfemas. Pero a diferencia de otros realizadores de vanguardia que creían haber encontrado la esencia del cine en la parafernalia óptica de la cámara lenta y el montaje frenético, Buñuel aborda la irracionalidad con un lente observador, imperturbable. El temple que también emplea para describir lo insólito de la miseria extrema de Las Hurdes en su documental “Tierra sin pan”, de 1932, que descubre lo fantástico en la entraña de la realidad.

Y es que la alucinación en Buñuel tiene perfiles netos y trazos limpios. Es un clásico que busca el orden aun en la confusión de los sentidos, pero sin renunciar a la provocación.

“La edad de oro” acaba con una imagen que pretende suscitar el escándalo. Un Cristo de apariencia sulpiciana se tropieza con un libertino saliendo de la orgía de los 120 días de Sodoma. La asociación de Cristo y Sade fue suficiente para que la censura fulminara el filme. París recién pudo verla proyectada en salas públicas en 1981.

El período mexicano

Entre 1932 y 1946, Buñuel supervisó cintas comerciales en España, edita documentales norteamericanos sobre la Guerra Civil en su país, conoce Hollywood y se espanta de sus métodos. Decide emigrar a México, abierto al asilo de tantos españoles y en 1946 logra realizar su segundo largometraje, en el interior de la industria cinematográfica mexicana.

Contra lo que pudiera pensarse, Buñuel no pierde el tiempo en México ni se somete a las presiones de los productores, que exigían furibundos melodramas y comedias populistas. El joven e insolente vanguardista de “Un perro andaluz” y “La edad de oro” se convierte entonces en  un profesional del cine: aprende a narrar, superando las dificultades impuestas por los presupuestos miserables y los actores deficientes. Adapta novelas ilustres (“Cumbres borrascosas”, de Emily Bronte, se convierte en “Abismos de pasión” y “Robinson Crusoe” toma los rasgos del actor Dan O’Herlihy) y de las otras. Descubre que el cine no es una suma de caprichos, gestos desafiantes o un ejercicio de fantasías desbordadas, sino también un esfuerzo de rigor, limpieza expositiva, precisión y eficacia. Sirve encargos, pero sin hacer concesiones morales.

Entre la maraña de convenciones del cine popular mexicano oculta el verdadero significado de sus historias, solapando el sentido corrosivo de su mirada.

Muchas de sus películas mexicanas parecen historias edificantes pero son en realidad verdaderas bombas de tiempo. Como la genial “Susana, carne y demonio” (1950) en la que Rosita Quintana hace pucheros de huérfana desvalida y recibe favores del cielo mientras seduce a todos los hombres de la hacienda de Don Guadalupe, en una explosión de libido que ya la hubiera querido Pasolini para “Teorema”. En “El” (1952),  traza el retrato de un caballero mexicano que hace gala de las más altas virtudes piadosas. En su vida privada, en cambio, es un celoso patológico que teme la sexualidad femenina y le atribuye la capacidad homicida que siente dentro de sí. Identificándonos con los códigos compartidos de la decencia y el honor burlados, Buñuel nos devuelve el retrato de un paranoico en el que nos vemos reflejados. Espejo inquietante de un monstruo que es también un ser melancólico, nocturno y divertido en medio de su delirio. La ambigüedad esencial del cine de Buñuel nace de su capacidad para filmar en clave de comedia sardónica lo que en su origen era una tragedia moralizante sobre el sentido del mancillado honor burgués. 

En las cintas de Buñuel no existen héroes ni villanos, sólo personajes que buscan liberar sus impulsos y emprender un camino singular.

Unos quieren ser pecadores absolutos (como los amantes de “La edad de oro”, “Susana, carne y demonio”, el Archibaldo de la Cruz de “Ensayo de un crimen”, el Fernando Rey de “Viridiana”, la Catherine Deneuve de “Bella de día”, “Tristana”) otros santos (como “Nazarín”, “Viridiana” o “Simón del desierto”). Todos terminan provocando las más contradictorias catástrofes y alejados de los esquivos caminos de la perdición y la salvación.

El deseo nunca concilia con la realidad,  y en el camino se parten en trizas el sentido de la sensatez y de la razón, como le ocurre a Archibaldo de la Cruz, el homicida imaginario de mujeres de “Ensayo de un crimen”, cuyas víctimas mueren por causas naturales justo en el momento en el que va a acometer el homicidio. O con los patriarcas maduros y decadentes -esos que resume el talante de Fernando Rey, actor preferido de Buñuel- de “Viridiana” o “Tristana” que se orientan hacia su propia destrucción justo cuando encuentran “Ese oscuro objeto del deseo”. Lo que le fascina a Buñuel es registrar el “huis clos” de una clase social,  presa en sus ritos y sus lapsus, en sus actos siempre iguales, como los invitados a la cena de la calle de la Providencia en “El ángel exterminador” (1962)  

La provocación serena

Las cintas de su madurez son filmadas en Europa: desde “Viridiana” hasta “Ese oscuro objeto del deseo”, su obra maestra final. 

En algunas de ellas (“Bella de día”, “El discreto encanto de la burguesía”, “El fantasma de la libertad”, “Ese oscuro objeto del deseo”) deslumbra el modo en que destruye las apariencias superficiales del relato. Cuando creemos estar instalados en un ambiente “discreto” y “encantador”, hechizados por el aroma de ese sprit gentil de cierto cine francés, a la manera de una comedia de costumbres cortés, civilizada y ligeramente amoral, comenzamos a darnos cuenta que algo nos perturba. A veces es un personaje que no responde a las expectativas usuales: la bella y glacial Catherine Deneuve de “Bella de día” empieza a soñar y comportarse como una sadomasoquista. En otros casos, el relato no fluye como debiera y se convierte en una sucesión de actos fallidos o en un juego de cajas chinas. Buñuel domina el relato clásico y lo desmonta; su estilo es depurado y la provocación tranquila.

Ricardo Bedoya

 

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