“Yo, Olga Hepnarová”, de Petr Kazda, Tomás Weinreb, es una atractiva película checa en competencia.

Blanco y negro de bajos contrastes; una recreación de los años setenta hecha a partir de signos escuetos; elipsis para escamotear algunos datos del pasado de la protagonista; austeridad de la puesta en escena; una actriz dirigida como “modelo”, despojada de gestos dramáticos, a la manera de una “Mouchette” inexpresiva y hosca, pero movida por el deseo.

Lo mejor de la primera mitad de la película es la alternancia entre la impávida rudeza con la que se describe el medio que maltrata a Olga y las repentinas fugas de la muchacha. Escapes eróticos que la transforman. Su gesto desconfiado y sus andares atropellados se convierten en puro desafío sexual. Rústico y desmañado, pero de intensa sensualidad. Hay una tensión evidente entre la mirada fría sobre el cuerpo de Olga y su presencia quemante.

Pero esa fuerza se diluye en la segunda mitad. El personaje se convierte en “caso” y su historia en “dossier”. Es entonces que la película nos recuerda los hechos reales en los que se basa. Y se impone la ilustración del asunto judicial y del cuadro patológico.

Ricardo Bedoya