Guerrero

Curioso es el destino de los futbolistas en el cine peruano: mostrados en cámaras lentas que aletargan el dinamismo del juego a cambio de perennizar sus “leyendas gloriosas”. Ocurrió con Sotil en “Cholo”, a inicios de los años setenta. Ahora le toca a Paolo Guerrero, en “Guerrero”, “biopic” personal e intransferible, canción de gesta que hasta llega con dedicatoria. En tiempos de “postautoría”, la firma del realizador es lo de menos.

En el curso de este relato motivacional (otro más), las acciones se desaceleran como la narración misma. Una vez que el personaje del pequeño Paolo (Rony Shapiama, que impone presencia y gracia), dotado con los inefables poderes de la presciencia, proclama cada uno de los pasos que dará en el futuro (jugará en el extranjero y comprará la gran casa para su mamá, con DirectTV incluido, entre otros asertos adivinatorios que no incluyen, por cierto, la participación del Perú en un Mundial), la narración se coloca en una meseta invariable, inmune a tensiones y conflictos. Cada escena es como un clip publicitario, mejor si arranca en picado, desde el punto de vista del drone.

Drones que observan desde el cielo y son testigos del recurrente desdoblamiento del personaje de  Paolo. Mejor, de los dos Paolos, el niño y el triunfador, a lo que encontramos peloteando en una playa de Río de Janeiro, en contraluz. Son las siluetas del futbolista consagrado y del niño que fue. Ese leitmotiv visual hilvana las viñetas de Nubeluz, los incidentes en un Chorrillos de luz tan “vintage” como el Mirones de “¡Asu mare!”, las pichanguitas con el grupo y los guiños del juego de reconocimiento del “who’s who” (desde Farfán hasta Carvallo).

Al Guerrero adulto no le veremos el rostro hasta que aparezca en las alturas, sellando el relato de superación que es el valor añadido del cine peruano que aspira al millón de espectadores. El niño, en cambio, no solo tiene rostro sino dos padres, el biológico (Paul Vega, bien como siempre) y Constantino (Javier Valdez), el simbólico, que marca su futuro.

Pero, alto ahí. Esta historia parece conocida: un personaje que pronostica su futuro, es ubicuo y se mantiene un buen rato con el rostro invisible, como en “Ben-Hur”; una mirada que baja del cielo; un hombre de casi 33 años que proclama sus acciones ejemplares desde la cumbre de la montaña; el Padre que modela un destino.

“Guerrero” es el primer relato evangélico del cine peruano.

Ricardo Bedoya  

 Este comentario amplía el publicado en la edición del 15 de diciembre e 2016 de la revista Caretas.

        

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