“6”, de Eduardo Quispe, se ofrece como un mosaico. Está hecha de piezas quebradas y heterogéneas.
En ella encontramos fragmentos de una película inacabada; el “detrás de cámaras” de esa película” que es, a su vez, la que estamos viendo; entrevistas a actrices del proyecto frustrado y a otras personas; el testimonio de las dificultades para hacer una película en el Perú conservando una “independencia” absoluta; el recuento del fracaso de un filme de zombis emprendido por Quispe; el anuncio del final de una etapa del cineasta y de su incertidumbre respecto del futuro; una larga auto-entrevista que se realiza Quispe. Y hay más aún.
“6” habla de sí misma, de su gestación, de sus dificultades de producción, de su “fracaso”. Se mira al espejo, apuesta a la meta-textualidad y a la construcción en abismo.
La idea es atractiva, pero no todas las piezas del artefacto tienen similar interés.
Atrae la mirada de la ciudad, de esos espacios de Lima que no suelen ser mostrados o, en todo caso, no de esa manera áspera y anónima. Lugares que se convierten en escenografías naturales para las secuencias que quedaron del proyecto “6”: las protagonistas las recorren en silencio.
Lo mejor del cine de Quispe está en su capacidad testimonial, en aquello que descubre en sus derivas urbanas sin necesidad de forzar las imágenes ni de estilizarlas. Como en esas cuadras de Wilson, cerca de la Colmena, que aparecen como signos de una ciudad trajinada, cotidiana, sin glamur, inhóspita. Y por donde circulan personajes que trabajan en sus proyectos personales, “sin salir durante días”, como lo dice Ana Balcázar en un momento de la película.
Hay algo que recuerda a los personajes de Rivette –a pesar de las diferencias del caso, ya que aquí no hay magia ni ligereza- en esos artistas hallados “in media res”, registrados en lo cotidiano, abocados a su propio complot creativo, tramando estrategias de supervivencia, mientras recorren calles que tienen algo de laberíntico y de opresivo.
Los rastros de la película que no llegó a ser son los más sugestivos de “6”. No solo las imágenes mostradas, sino también los relatos y entrevistas incluidas sobre las dificultades de la producción, deserciones de la grabación y otras imposibilidades.
Menos convincentes son los pasajes que tienen al propio director compareciendo ante su cámara.
Y no porque su discurso sobre la pureza ética –casi la superioridad moral- del artista independiente, concebido como una Juana de Arco echada a la hoguera por mercaderes y fariseos, sea discutible. No es por eso. El problema es su redundancia. Como si las conclusiones tuvieran que ser expuestas una y otra vez, recalcándolas hasta convertirlas en moralejas.
Ricardo Bedoya