Kong: La isla Calavera

Kong rinde tributo a los frutos del mar devorando un pulpo al estilo “Old Boy”. Un estrafalario John C. Reilly, que parece encontrado en “La isla de Gilligan” se enfrenta al fiero Samuel L. Jackson, producto de las pesadillas del complejo militar industrial durante la guerra fría. Un soldado americano y un japonés de porte samurái se enfrentan en una isla que creen desolada durante la Segunda Guerra Mundial, como reviviendo el choque de Lee Marvin y Toshiro Mifune en “Infierno en el Pacífico”, de John Boorman. La cita desfachatada, el guiño cinéfilo y el humor son los componentes de la aventura. Aquí no se echa mano a las coartadas crepusculares ni a los tenebrismos marketeros para dar aires de madurez a los degüellos de siempre, como en “Logan”.

El nuevo Kong es una película de aventuras como las que hacían Nathan Juran, Irwin Allen o George Pal en los años cincuenta e inicios de los sesenta. Los ingredientes y emociones son los mismos: fascinación por el descubrimiento de lugares extraños o exóticos -herencia de los clásicos literarios del género-; gusto por la iconografía de bestiarios insólitos; desarrollo de las mitologías del viaje y sus hallazgos; miradas complacidas, alarmadas o críticas -según los casos- sobre las incursiones de blancos depredadores en los espacios de la Arcadia colonial.

Y mucha acción, con seres prehistóricos en combates mortales, ingenuidad de matiné, efectos especiales honestos, sin trampas para los ojos ni efectos fumígenos. Y con un montaje que permite ver con perfecta nitidez quién pega a quién o quién muerde a quién. Porque de eso va la cosa: del combate apoteósico entre Kong y un lagarto gigante. Ya quisieran “Los vengadores” ser filmados con tal solvencia y claridad.

La secuencia final, al inicio de los créditos, es emocionante: aporta una entrañable variación a un viejo motivo visual del cine de los Estados Unidos, el del retorno al hogar.

Luego de los inacabables créditos de cola se proyecta la sombra de la Toho y de sus seres formidables. No se puede decir más.  

Ricardo Bedoya  

 

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