La explosión digital: contra los modelos estéticos excluyentes (2)

Las vanguardias y los movimientos renovadores en el cine han sido con frecuencia iconoclastas.  Era una manera de afirmarse en sus propios postulados y de tomar distancia de lo anterior. Vistas en perspectiva,  ¡cuántas injusticias se cometieron en esas tomas de distancia, cuántas exclusiones, cuántas excomuniones!

Lo que está experimentando en el Perú no es una vanguardia ni un movimiento renovador, sino el surgimiento de una generación que ha nacido para el cine gracias a la tecnología digital. Es muy posible que, de no haber prosperado esta tecnología, las cosas no hubiesen variado significativamente y que los Aldo Salvini y Augusto Cabada que vieron virtualmente cerrado su paso al largometraje en 1992 fuesen hoy más bien la regla que la excepción.

Ahora, Farid Rodríguez a los 20 años, y sin ninguna productora solvente por detrás, ya cuenta con tres largometrajes y uno de ellos, J, con una duración que supera las tres horas. Eso era impensable hasta poco antes de la llegada del nuevo siglo.

Es la revolución del digital la que ha abierto las puertas del medio audiovisual a muchos jóvenes y no tan jóvenes que antes no encontraban el modo de hacerse de un espacio en una tecnología pesada (por oposición a la tecnología ligera del digital), con elevados costos.

Con el nuevo medio se produce, entonces, una explosión, aquí y en otras partes. Gracias a ella, países como Paraguay, Ecuador, Costa Rica, Guatemala y otros prácticamente sin pasado cinematográfico ingresan al mapa de la cinematografía mundial, si seguimos llamando cinematografía a lo que, en rigor, está dejando de serlo para ser ahora el cine digital o el arte audiovisual, lo que pone en cuestión términos como película, film y, más aún, cinta, con los que se ha venido designando en nuestra lengua a los objetos de la producción cinematográfica. Pero dejemos ahora este asunto para continuar con lo anterior.

Gracias, entonces, al digital asistimos a una suerte de entropía creativa, más marcada aún en otras partes que en nuestro medio. Utilizo el término entropía tal como se entiende en la teoría de la información: el estado de desorden informativo, la ausencia de programación dentro de la abundancia informativa.  Por cierto, no hay que tomarlo al pie de la letra: no estamos en el reino de la abundancia de películas, pero sí en un crecimiento imparable que está dando lugar a la aparición de propuestas novedosas o curiosas en un medio en el que, por decisión de quienes lo promovieron, pero también por circunstancias ligadas a la factibilidad económica y a las posibilidades de exhibición, el arco de propuestas no ha sido, evidentemente, tan abierto como el que empieza a confrontarse en los últimos tiempos. 

Sin duda, hay resultados que son promisorios, como los que vienen activando Raúl del Busto, Eduardo Quispe, en parte Rafael Arévalo o Fernando Montenegro y el mismo Farid Rodríguez, entre otros. Pero de allí a inflar los resultados al nivel de lo que, por vías expresivas parecidas, se viene haciendo en otras partes, hay una distancia que no se puede dejar de reconocer.

Acaba de ocurrir con el estreno de El espacio entre las cosas. Que se trata de una propuesta estimable, no me cuba duda, pero catalogarla como una obra de arte o de un nivel superior me parece, por decir lo menos, una enorme exageración.

Cada cual está en su derecho, por supuesto, de trasmitir su entusiasmo y de calificar un resultado de acuerdo a su criterio o gusto. Pero no deja de ser un tanto temerario, más cuando hay una enorme carga reactiva, al realizar este tipo de aseveraciones.

Me explico: en la valoración de estas nuevas propuestas cinematográficas cuenta de un modo considerable el rechazo de lo anterior. Ya lo dijo un lector, hay una crítica maniquea que opone lo bueno de ahora a lo malo de antes en el cine peruano. En el extremo, todo lo anterior (salvo Armando Robles Godoy) es malo; mucho de lo que se viene haciendo es bueno porque significa la apertura a caminos antes no transitados y a experiencias sensoriales desconocidas.  Por supuesto que el conocimiento de esta crítica es muy limitado porque en su propia línea de razonamiento podrían incluir algunos cortos de Arturo Sinclair en los años setenta y no lo hacen. Seguramente porque no los conocen, pero al menos un par de esos trabajos se pueden ver, aunque no en las mejores condiciones, en You Tube.

Entonces, se presenta una necesidad imperiosa de levantar las películas de la nueva generación, más aún cuando se hacen desde plataformas marginales a la exhibición comercial.

El espacio entre las cosas es notoriamente una excepción porque es el tipo de obra que no se aviene en absoluto a los criterios que rigen la programación de las salas y que se haya estrenado es, pese a la resistencias que puedan haber de parte de los multicines, una señal de que otras hechas sobre bases parecidas puedan también estrenarse. De cualquier manera, la marginalidad unida a un planteamiento experimental no es equivalente a un certificado de excelencia y, por tanto, convertir esa combinación en la fórmula para acceder al beneficio de la crítica (y en qué términos) dice más de la voluntad de quienes lo afirman que de los potenciales méritos de las películas. Por cierto, nunca antes se ha leído tanta apología a ninguna película peruana y es una caricatura gruesa ironizar sobre el “pasado perfecto e idílico” del cine en el Perú. A ver si alguien es capaz de demostrar que alguna vez se hayan escrito  elogios similares a los que hoy se leen a propósito de El espacio entre las cosas.

Isaac León Frías

 

4 thoughts on “La explosión digital: contra los modelos estéticos excluyentes (2)

    • Tres horas puede ser demasiado o una hora puede ser insuficiente desde la perspectiva de cada realizador al ver su material y querer recrear algo en una película. No considero por qué habría que explicar si una película, sea peruana o de cualquier otra nacionalidad, dura 2, 3 o 6 horas, es una elección personal y válida, así como lo puede ser dedicarse a realizar solo cortometrajes. Una película de 1 hora y 40 minutos puede parecer eterna o una de 4 horas puede pasarse rápido dependiendo la propuesta de cada película y de la sensibilidad y afinidad de quien la ve.

  1. Aunque supongo que Farid Rodríguez dará su respuesta, yo doy brevemente la mía: que los largometrajes duren habitualmente entre 90 y 120 minutos es el resultado de la estandarización que se inició en la segunda mitad de la década de 1910 y que sigue hasta nuestros días. No hay, por lo tanto, una duración ideal o deseable, sino que cada cual puede reducirla o estirarla a su criterio. El video digital permite ahora duraciones que antes era más difícil extender. Claro que la distribución comercial y la necesidad de colocar las películas en el mayor número posible de proyecciones, además de los hábitos establecidos en los espectadores, seguirán presionando a favor de los “metrajes” conocidos y las duraciones largas, salvo algunos blockbusters y poco más, seguirán en el territorio de lo no comercial.

  2. Tres horas puede ser demasiado o una hora puede ser insuficiente desde la perspectiva de cada realizador al ver su material y querer recrear algo en una película. No considero por qué habría que explicar si una película, sea peruana o de cualquier otra nacionalidad, dura 2, 3 o 6 horas, es una elección personal y válida, así como lo puede ser dedicarse a realizar solo cortometrajes. Una película de 1 hora y 40 minutos puede parecer eterna o una de 4 horas puede pasarse rápido dependiendo la propuesta de cada película y de la sensibilidad y afinidad de quien la ve.

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