Hambre de poder

“Hambre de poder” (“The Founder”), es sólida y atractiva. La dirige John Lee Hancock  y pone a Michael Keaton en el centro de todo. Aprovecha su gesto nervioso, su energía permanente, sus arranques impulsivos. Es un Beetlejuice golpeado por los años y los contrastes que, de pronto, decide intervenir en la carrera de ratas que impulsa al sistema. El  promotor de objetos y asuntos sin importancia sueña con jugar en las ligas de Henry Ford y de Nelson Rockefeller. O aspira a convertirse en la versión depravada de Preston Tucker, ese fabulador con escrúpulos en el que Francis Coppola encontró un alter ego.

Ray Kroc ocupa el centro del encuadre y Michael Keaton saca a flote todos los recursos del actor de experiencia para sacudir a su personaje de los estereotipos del filme biográfico. Enmarca las cejas, la emprende a golpes contra los objetos, crispa los gestos y mantiene una tensión corporal que nunca llega a estallar. Keaton no es Pacino, felizmente.

Los puntos fuertes de la acción tienen que ver con asuntos siempre pragmáticos: ¿Cómo rentabilizar el tiempo y el espacio de un local de venta de hamburguesas? ¿Cómo ahorrar energía eléctrica en el proceso de preparación de milkshakes? ¿Cómo arrasar a aquellos que impulsaron el negocio triunfador de McDonald’s, pero de raíces conservadoras y acento local? Más allá de ello, no queda lugar para el desarrollo dramático de los afectos e intimidades de los personajes. Las decisiones sobre los asuntos álgidos de las vidas privadas se resuelven sin trámites ni lamentos. Las personas son, para Kroc -cuyo punto de vista lleva las riendas del relato-, como las envolturas desechables de los productos que vende. Este John Doe del capitalismo emprendedor construye su propio relato fundacional y en el camino engulle a los crédulos hermanos McDonald’s como quien mordisquea una calórica Big Double Cheese.

Las imágenes vistosas, apoyadas en los colores cálidos de la foto y las escenografías -en el estilo del Technicolor de la era Eisenhower-, le dan un aire tónico a esta historia de ambición. O de éxito y traición. Tal vez porque Hancock es autor del guion de “Un mundo perfecto”, sea posible imaginar a Clint Eastwood como director de esta película. En manos del director de “Bird”, de “J. Edgar”, de “Sully”, hubiera tenido otra modulación. Acaso más oscura y melancólica. Más centrada en los contrastes íntimos del triunfador.

Ricardo Bedoya

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