La momia

“La momia” es el primer intento de la empresa Universal por revivir a sus monstruos clásicos de los años treinta, esos que llevaron los rostros de Boris Karloff. Bela Lugosi, Lon Chaney y Claude Rains. Es decir, el proyecto consiste en desenterrar a Drácula, electrizar otra vez a Frankenstein y reservarle noches de insomnio y luna llena a El hombre lobo. Por supuesto, esa resurrección colectiva dependerá de los resultados del box-office y “La momia” no ha logrado lo que se esperaba en ese terreno. Tal vez porque resulta curioso -o inverosímil- ver a Tom Cruise convertido en un agitado remedo de Indiana Jones y de Robert Langdon.

Pero, además, esta momia tiene las vendas flojas. Empieza con un prólogo que recuerda el del Drácula de Coppola; luego vuela al álgido Irak del hoy para extraer al Mal de lo profundo de la tierra, lo que nos recuerda que el Pazuzu de “El exorcista” también aparecía en las tierras de Mesopotamia en tiempos de la crisis del petróleo de los años setenta; luego viene una secuencia de vértigo aéreo que Cruise enfrenta con la resistencia de una “Misión imposible”. Y luego, sigue cualquier cosa. La fantasía de la maldición egipcia se encuentra con “El Código Da Vinci”, los caballeros medievales regresan de la tumba para codearse con un ejército de espectros que bien podrían ser zombis, el malvado es un Doctor Jeckyll (Russell Crowe) que nunca se decide a convertirse en el verdadero señor Hyde, y se acumulan los desatinos entre peleas cuerpo a cuerpo que hubieran podido lucir la inspiración de los estilos de combate orientales si es que no estuviesen tan mal coreografiadas.

Y como si todo ello no fuera suficiente, Cruise se prodiga con gestos, guiños y mohines que parecían estar patentados para Johnny Depp. El naufragio deja hecha añicos la única idea que parecía original: imaginar a una momia del género femenino.

Ricardo Bedoya 

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