Wiñaypacha

“Wiñaypacha”, de Óscar Catacora, marca, qué duda cabe, una fecha en el cine peruano.

En primer lugar por su fuerza expresiva. En segundo, por marcar un paso singular en el panorama de los llamados “cines regionales”. En tercer lugar, por mantener un diálogo significativo –de continuidad y ruptura- con la tradición del cine de referente andino. Y por dar forma a un tratamiento sustentado en la más exigente modernidad cinematográfica.

Willka y Phaxsi, ancianos aimaras, viven en las alturas de los Andes del sur del Perú. Trabajan, cocinan, rinden tributos a los apus, desean ver la llegada de tiempos mejores, esperan el retorno de un hijo que partió hacia la ciudad. La cámara se mantiene quieta, con el encuadre estable, registrando a los personajes en las rutinas de sus quehaceres. La rigurosa composición del encuadre, centrado en las acciones mínimas de los personajes y su entorno, crea un efecto ambivalente. Por un lado se impone la percepción distanciada de esas presencias plásticas en el encuadre; por otro lado, sentimos crecer el afecto por esos personajes así como la expectación por su destino.   

En la banda sonora, de una limpidez que sobrecoge, se registran los diálogos en lengua aymara así como los ruidos naturales, de naturaleza estrictamente diegética. El diseño del sonido no solo da cuenta de un universo duro y agreste; refiere también aquello que se mantiene fuera del tiempo inmediato, en el dominio de lo natural y lo anacrónico.

Catacora privilegia los espacios naturales. Desde los más amplios, los paisajes, hasta aquellos que forman el entorno cercano de los personajes y sus cuerpos ajados. “Es un espacio natural que no se sujeta a una causa ficcional externa a sí mismo y que propone una relación nueva con el espectador, mucho más áspera y primordial”. La cita de Antoine Gaudin (L’espace cinématografique. París: Armand Colin, 2015, 29) alude al uso de los espacios en la línea de un cine geopoético (el de Lisandro Alonso, el de Paz Encina en “Hamaca paraguaya”, que muestras tantas afinidades con “Wiñaypacha”, entre otros) en el que se inserta de lleno la película.

Geopoética que, según Gaudin, consiste en “despojar a la película de los imperativos narrativos y representativos que movilizan la atención del espectador relegando el espacio al último plano de la representación (…) lo que constituye una ruptura con las estrategias del cine de ficción de inspiración clásica, en el que el espacio es considerado como el “lugar” de una acción (…)”

Es lo que hace Catacora: adelgazar la trama, atenuando las acciones, para enfrentarnos a espacios que dejan el último plano de la representación y se imponen en toda su fuerza visual y sonora.

Las localizaciones del altiplano no solo están ahí como “sitios” de ambientación o para ofrecer solamente informaciones geográficas. Son espacios existenciales, afectivos.

En ellos, todo resuena. Los diálogos son importantes, pero no ocupan el centro de la banda sonora. Lo que importa es la materialidad reforzada por el sonido del viento, de los ruidos del trabajo, de los pasos y los movimientos, o de los silencios prolongados que son también presencias. Los paisajes visuales van aparejados con paisajes sonoros de una dimensión física, casi táctil.

Ellos nos abren a todas las sugerencias de lo que está fuera del campo visual: el hijo, la ciudad de la que se habla, los animales que amenazan al ganado, el lugar donde los personajes se proveen de suministros (los fósforos, fósforos, fósforos…), pero también el resto del país, silencioso, ausente, indiferente, convertido en periferia.

¿Qué antecedentes en el cine peruano encuentra una película como “Wiñaypacha”? Sin duda, pocos, o ninguno.

En los primeros minutos de proyección pareciera remitir a “Kukuli”, pero ese parentesco queda atrás muy pronto. Más allá de cierta poetización en los diálogos iniciales y la evocación de una iconografía pastoral, “Wiñaypacha” remonta su filiación indigenista, pero sin renegar de ella. Por el contrario, la usa como punto de partida para una experiencia de otro tipo, que nos conduce progresivamente a la inmersión sensorial, entrelazando la dimensión posnarrativa con la experiencia háptica.

Esa afirmación en la tradición para transformarla mediante un tratamiento cinematográfico de una modernidad absoluta es el punto fuerte de “Wiñaypacha”.  Volveremos sobre ello cuando la película tenga una difusión más amplia. Lástima que no haya competido en el último Festival de Lima. Hubiera sido uno de los títulos más destacados de esa sección.

Ricardo Bedoya

    

Agregue un comentario

Su dirección de correo no se hará público. Los campos requeridos están marcados *

*
*
Website