It (Eso)

Los que han visto filmes como “Los goonies”, “Cuenta conmigo”, pero también “Explorers”, “Creepshow”, y hasta “River’s Edge”, unas más festivas que otras, reconocerán en “It” climas y ambientes similares. Por más soleados y apacibles que luzcan los exteriores, la amenaza anda suelta por el pueblo.

“It” es más oscura que todas esas películas y enlaza tres vertientes de la obra de Stephen King que el cine siempre ha sabido aprovechar. El relato de terror se alterna con la historia del grupo de jóvenes que crece en medios hostiles y con el retrato del costado siniestro de la vida suburbana.

Por eso, lo más perturbador de “It (Eso)” no se esconde en las alcantarillas ni en el subsuelo del pueblo de Derry, en Maine, donde transcurren las acciones. Aparece en la superficie, y rodea a la figura de Beverly (Sophia Lillis), convertida en involuntaria catalizadora de lo maligno.

El mal se condensa en la mirada del padre hacia Beverly adolescente. Con gesto lascivo, en un interior de penumbras, le pide que nunca deje de ser suya. También está en la expresión del empleado de un negocio al que acude la muchacha. Tiene el talante de algún personaje imaginado por Todd Solondz y quiebra la banalidad de su rutina con el estremecimiento que le suscita la presencia de la joven. El mal que sofoca al pueblo es endogámico y viene de muy antiguo; se asienta sobre incestos imaginados o reales, abusos constantes y fantasías de agresión y pedofilia.

Pennywise le da forma a esos fantasmas. Eso explica su transformismo: es un impulso, una creación colectiva o una proyección de los que mandan e imponen el orden ahí arriba.

Solo las primeras apariciones del payaso provocan una verdadera inquietud. El miedo se apunta mientras intentamos adivinar su naturaleza, que mezcla lo festivo con lo siniestro, condensando lo pulsional. Pero Pennywise termina sobreexpuesto como cualquier espantajo del tren fantasma. Sus intervenciones están cronometradas y se asimilan a la mecánica de un relato de sorpresas dilatado por más de dos horas. Aunque no sea un vampiro, a este clown no le conviene lucirse con insistencia, exponerse a la luz ni salir en los momentos contraindicados. El aire -y la mirada persistente de los espectadores- lo disuelve.

Andy Muschietti encuentra en el desenfado de Sophia Lillis al motor del club de los perdedores y de la película misma. Acierta también en la recreación del mundo de los años ochenta. Pero no el mundo “real” –Muschietti descarta desde el arranque cualquier filiación realista- , sino el que imaginó Hollywood en tantas películas sobre chicos aventureros, en fusiones que mezclaban las fantasías de Spielberg y las novelas de Enid Blyton. Y, claro, las de Stephen King.

Ricardo Bedoya

 

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